Anxeles Penas
Antonio Domínguez Rey
(Asociación Española de Críticos de Arte).
Dice Herder:
<>. Y comenta el lingüista francés Michel Bréal:
<>.
El aire inspirado —cuanto más
puro, mejor— se vuelve palabra al espirarlo y remitirlo
de nuevo al mundo. Una transformación interna del aliento. La misma sustancia
moldeada de otro modo. Así todo nombre: <>.
Son versos de la
poeta gallega Ánxeles Penas, también pintora y escultura, de un libro aún
inédito, A Penumbra da Pomba. Sirven de
preámbulo a una singular exposición suya de varas fetiches (“Espíritus
guardianes”) en la galería Ra del Rey de Madrid, celebrada entre finales del
mes de noviembre y comienzos de diciembre, donde ofreció además una lectura de
poemas bilingües, gallegos y castellanos.
El poeta no tiene
otra cosa que palabras. El lingüista no siempre acierta, por geniales que
resulten sus análisis, como los de Bréal, a quien seguía en otras reflexiones,
no éstas, el también gran lingüista y filósofo gallego Ángel Amor Ruibal.
Lucrecio comparaba las letras —sonidos, verbis elementa— con los
átomos. De sus combinaciones e intervalos, posiciones y permutaciones, resultan
los elementos del lenguaje y del cosmos. La posición de cada uno de ellos y sus
órbitas de rotación, giros y circunvoluciones —de palabras,
átomos y podemos decir hoy también genes—, las combinaciones
múltiples en el texto, configuran, con los intervalos, la pintura, el cuadro,
el algoritmo y el sentido del mundo. Y el sentido lo afloran las palabras.
Lucrecio comparaba la sintaxis del lenguaje y del cosmos, sus leyes. Lenguaje y
naturaleza. Y su mejor representación es el ritmo del poema. Por eso escribió De Rerum Natura en verso. La mano y los
astros desvían ligeramente, como en pintura, escultura, música, el movimiento
universal en el que fluctúan y permutan los elementos. Hay una exigua
desviación intermedia: el exiguum
clinamen. Unidades atómicas, moleculares, complejas, biónicas, y síntesis
lumínica de la palabra. La tablilla de Lucrecio, la partitura de san Agustín,
el cuadro de Herder, el punto de la punta del cálamo o de la pluma en la
escritura árabe, china, japonesa. Siempre un punto inicial de apoyo en el mundo
—Arquímedes— para sobrevolarlo con el color, el número, el ritmo del sonido, en
música y palabra, unidas —Virgilio, Dante,
Petrarca—, para valorarlo, plasmarlo en símbolo, obra,
Libro, como resumió, con los suyos, Stephan Mallarmé.
Desde sus orígenes,
tal como los conocemos, el artista ha intuido esta sintaxis o vínculo de los
sentidos en moción común con la naturaleza y la percepción de las sensaciones
convertidas en objetos expresivos, de conocimiento. Un objeto peculiar, pues
cuando se expresa con ayuda del aire inspirado del mundo y las proporciones
existentes entre las cosas, su objetividad ya es algo sabido, interno, dice el
filósofo Emmanuel Levinas: lo “su”, sabido, que es algo más que lo conocido. El
plus de la sabiduría sobre la
ciencia, pero dentro del orbe cognoscitivo de una sintaxis, cuando menos,
homóloga. El aporte del arte. Ciencia,
arte y su correspondencia tanto interna como externa: lenguaje, poesía. Puntos
clave de esta evolución en la poética son la poesía hindú, la hebraica, con la
Biblia, la greco-latina hasta nuestra época y la revolución iniciada a finales
del siglo XIX con el simbolismo,
simultánea a la científica. Y en el fondo, una misma inquietud inspirada.
Uno de estos
ejemplos vivos es la obra artística de Ánxeles Penas. Su poesía, escultura y
pintura son tres manifestaciones de cosmopoética. En sus versos laten las
hebras internas de Rosalía, el mismo amor a Galicia, telúrico, sus ancestros medievales —cita a
Mehendinho con Manrique y Machado—, los ecos de Eduardo
Pombal, Curros Enríquez, Luis Pimental. Es decir, el origen y el rexurdimento de la lengua gallega y
castellana, las dos fuentes de su escritura, como dijo José Ángel Valente de la
propia.
Efectivamente, en
Ánxeles Penas resuena el fondo y trasfondo del alma gallega, de su lengua
hilada con palabras que son vibraciones ancestrales en una continuidad lírica,
léxica, rítmica, que sumerge al lector en la intrahistoria de los pueblos
galaicos, sus aguas fluviales, mansamente vertidas en mares susurrantes, u
oceánicas de elevado tono en los inviernos. Olas que se agolpan a veces como
látigos sobre piedra y ecoan el ruido sordo de grandes barcos naufragando. Y
sobre todo, la madera, el fragor o la bóveda de las ramas, una sombra
misteriosa perdida entre el humus de los bosques o entre la neblina, niebla,
según la intensidad de la hora, del día, la noche. Las vigas de la casa
familiar, “La Balluca”, que ahora son varas sumidas en un tiempo enigmático.
La madera sólida
tiene un centro duro, el cerne, y canta como la piedra si se sabe escucharla.
Retumban en ella las tormentas, las sílabas del viento, el silencio inquietante
o en remanso de la naturaleza, el quejido de un dolor cósmico, existencial. La
madera de esta escultura revive el aura mágica de los símbolos esotéricos,
angulados o redondos, deslizantes, hendidos, suturantes, aojados, como el agua
deslizándose o en reposo de gotas. Hay en el “bosque animado” de Ánxeles Penas
varas erguidas —quien conozca el monte, los remontes
gallegos, sabe de la importancia de las varas en la vida doméstica— huecos,
abalorios simulados, curvas deslizantes, eróticas, vaginales, y vértices
fálicos, bálanos, y respiros de flauta, donde asoma la brisa, el viento
enredado de las zarzas, el matojo, los pajares. Este mundo permuta en los
intervalos del tiempo, pero con la misma sintaxis estructurada de civilizaciones
antiguas, con otros objetos aztecas, paisajes egipcios, selváticos, que hablan
lenguaje homólogo de la arena desierta, los mares inmensos o los pueblos
anclados en la raíz de la costumbre que dicta el ritmo de la tierra, las
cosechas, el fruto de los ríos, la sal, el fermento agrario. No es casual un
verso con título de Malevich: “Estancia negra nun deserto branco”.
Y el cerne es el
centro. Tanto en la madera de las vigas familiares como en el centro a que
tiende el ritmo de esta poesía, está el cerne, la sustancia dura, interna, del
árbol, capaz de resistir al desgaste de los siglos. Y también la savia, la
sangre vegetal que alimenta los frutos, el calor del hogar. El mundo del bosque
con su vida secreta, en cuyo centro está la “clave del misterio”. El ritmo de
Ánxeles Penas es libre, abierto, existencial, sostenido por esa llamada a un
centro de convergencia y expansión, el punto nodal o latido que punza la
existencia con nota íntima. Centro diminuto del sentir que aspira a desgranar
el misterio que nos rodea e intuimos: <>.
Los elementos de las palabras resultan entonces, como las incisiones de la
madera, y los incisos, intervalos del ritmo, miradas escrutadoras, ojos
sorprendidos, poros de respiración cutánea, asombro de infancia —presencia de
niños con preguntas eternas—, dedos tanteantes,
manos acogedoras: revelaciones de lo Oculto, Desconocido, Ausente, del Nombre
Sagrado, lo innombrable, innominado. El nomen aún numen. Y el verso se centra
entonces en ritmo anclado, ferviente, posos y pasos prietos, sólidos, muy métricos:
<>.
Anfíbraco, dáctilo,
peón tercero, troqueo, anfíbraco, / dáctilo, dáctilo. Comienzo contrapuesto de
los dos primeros pies, andante el tercero, que prolonga el avance de la acción
anunciada, y anfíbraco final de nuevo, en consonancia con el comienzo. Y en el
otro verso, quebrado, dos anfíbracos más que miden y prolongan la longitud en
profundidad de mirada a la bóveda lechosa del cielo. Paralelismo de altura y
superficie bajo el arco celeste en la llanura del Nilo. Verso descriptivo, sin
duda, pero pautado con música secreta de lo que acontece, sucede, ocultándose y
dejando tras de sí, no obstante, la huella, estela, el “ronsel” de una música
que enciende por dentro y culmina en palabra.
Y así otros versos,
como: “Trabuca o lusco fusco os reflexos da ollada”. No necesitan traducción.
Es el ritmo quien habla, dice, convoca, intima.
Curiosa materia
articulada en aliento y tacto, madera y palabra. Conjuro de un secreto
milenario aún vivo en la entraña del pueblo gallego. A veces olvidamos que en
España confluyen modos, sentimientos singulares de una común efervescencia
milenaria. Hay ritmos que resucitan el halo ancestral del presente y lo abocan
a su misterio. Latidos que timbran el enigma perpetuo del hombre.
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