Carmen Valero
Un
día llegó al barrio del Pozo del Tío Raimundo, un lugar entre marginado y
lumpen proletariado de la periferia madrileña en los años 60. Con su aire de
monja seglar, aquella mujer con la edad
indefinida de quien pudiera frisar el medio siglo, era silenciosa, callada y
eficiente. Nadie la había llamado, pero su trabajo la hizo imprescindible. Algunos
decían que se había escapado de un convento burgués y otros se atrevían a decir
que era la Virgen María Madre rediviva. Su figura, pese a la aparente
insignificancia, emanaba respeto y autoridad. Sus pocas palabras se hacían oír
y todos obedecían sus indicaciones precisas y oportunas, desde como cuidar a un
anciano, llevar un enfermo al hospital o rellenar formularios para tratar de lograr
trabajo a los medio analfabetos. Todos acabaron por llamarla La Madre, porque
se comportaba con la misma protección que una gallina clueca con sus polluelos.
Vivía sola en una chabola de chapas, que se construyó, ayudada por unos
muchachos del Pozo. Los curas obreros de la cercana iglesia prefabricada,
padres Llanos y Díez Alegría –más adelante Fernando Riaza o Jaime García Escudero- contaban con ella,
para tomar decisiones colectivas en favor del barrio o le pedían consejo sobre
como gestionar asuntos sociales que a todos concernían. La Madre siempre estaba
dispuesta a ayudar y ser útil de una y mil maneras. No están los tiempos ni el lugar para especialidades. Hay que ser
todoterreno, repetía, cuando alguien argumentaba que no sabía hacer alguna
cosa. Ella lo practicaba con su ejemplo: lo mismo atendía un parto, que construía una pared de ladrillo para
levantar otra chabola de acogida a un inmigrante.
Con
el tiempo, La Madre iba ganando un aspecto más venerable y solemne, como de
imagen de iglesia. Los políticos locales la respetaban; ninguno se hubiera atrevido
a detenerla en las frecuentes manifestaciones del barrio para reclamar agua y
electricidad en las casas que se habían construido subrepticiamente durante la
noche, burlando las ordenanza municipales. El Pozo del Tío
Raimundo era un dolor de cabeza para el alcalde, ya que por una u otra razón,
estaba todos los días en los periódicos y no precisamente para aplaudirle. La
Madre intervenía poco en la prensa, pero cuando lo hacía, sus palabras eran
ariete demoledor del poder; sabían llegar a la terminación nerviosa que
causaba mayor vergüenza a los ediles.
Un
día La Madre desapareció con el mismo misterio que había llegado al Pozo del
Tío Raimundo. Unos decían que regresó a su antiguo convento y otros que de
nuevo fue asunta a los cielos. El barrio había dejado de ser miserable para ser
simplemente pobre, como el mismo Cristo. Nadie olvida en él a La Madre, su efigie
se venera en estampas. FIN
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