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22.06.18 .-
MADRID .- Leticia Arbeteta Mira,
conservadora de museos intervino en la mesa redonda Influencia de la crítica en el
coleccionismo particular y de museos, dentro
del congreso internacional “Crítica de Arte: Crisis y Renovación, organizado
por la Asociación Española de Críticos de Arte, AECA AICA/Spain, que tiene lugar en el
Museo Reina Sofía:
“El asunto es tan
difuso, tan prolongado en el tiempo y la sociedad, que debe precisarse antes de
qué estamos hablando concretamente, recordando en primer lugar que crítico es
aquel que ejerce la crítica.
Definamos
crítica: análisis desde distintos enfoques, que pueden ser objetivos
(investigación) o subjetivos (ensayo) y sus conclusiones, positivas o
negativas.
El crítico
individual, a su vez, puede ser independiente cuando expresa sus conclusiones
sin contrapartida (por ejemplo, la publicación a título gratuito de un artículo
en una revista de investigación) o bien asalariado, es decir pagado por
analizar o tratar de un tema u obra concretos.
La crítica, en el
campo del arte abarca un arco enorme, que va desde la investigación más
despersonalizada al periodismo de difusión por cuenta ajena, incluyendo el
tratadista o ensayista, el filósofo teórico que analiza circunstancias sociales
como la percepción de la belleza o la variación del gusto, analistas de la
moda, etc, y todo ello sin contar las infinitas variantes que deben combinarse
con los también numerosos tipos de público al que va dirigido, con grados que van
desde lo especializado a lo general y fortuito.
Sin embargo y curiosamente, hay algo que une a visiones tan
dispares, como es el hecho de que TODAS estas variantes influyen en mayor o
menor medida en la percepción social del arte, según sean más eficaces la
difusión y la fortuna crítica.
Y así ha sido a
lo largo de los siglos, conformando lo modelos culturales, especialmente el de
origen europeo, impuesto al resto del mundo, vigente hasta su paulatina
sustitución por el actual norteamericano.
Volviendo al tema
de debate, y para centrar la cuestión, atenderemos a la acepción popular y un
tanto simplista que ve al crítico de arte como una especie de traductor de la
obra artística, alguien que nos señalará sus virtudes y sus defectos, sea
objetiva o subjetivamente, pudiendo llegar a la sacralización o el anatema.
Además, se suele
vincular la crítica de investigación académica con las obras del pasado, de las
que es preciso localizar autorías, influencias, relaciones, comitentes...
mientras que el arte actual, cuyos autores son conocidos y su trazabilidad
también, precisa simplemente de un “visto bueno” o sello de calidad, otorgado
por la crítica, para ser considerado como tal .
En ese sentido,
la sociedad percibe al crítico como un hierofante, actor en la ceremonia
sagrada de la bendición o maldición eternas, algo similar a lo que pasa en el
mundo de la moda, donde se consagran tendencias para hoy que mañana son humo y
nada.
Hablando en
términos económicos, podría decirse que, una vez conseguido el beneplácito de
la crítica, la obra de arte no contemporánea se parece al mercado inmovilista,
fijo y seguro, pero con pequeños beneficios, mientras que la obra contemporánea
equivaldría al mercado de riesgo, con grandes ganancias, pero muy volátil.
Y, al igual que
sucede en el mundo económico, existe todo un entramado al servicio de ambas, a
veces opaco, que el crítico honesto y veraz debe sortear con cuidado.
Por ello, lo que
hoy se valora puede ser arrinconado mañana, como por ejemplo, algunos de los
artistas que colgaron su obra en el desaparecido Museo de Arte Moderno o, yendo más atrás, visiones como la de Antonio
Ponz en su Viaje de España, que han marcado la historia del Arte, pues
presentó el barroco tardío español como
ejemplo de mal gusto, lo que provocó su desprecio durante el siglo XIX y su
casi completa destrucción tras el aggiornamento de los edificios
eclesiásticos promovido por el Concilio Vaticano II.
También
mencionaremos el caso de José Lázaro Galdiano quien, fiado de su instinto,
realizó importantes adquisiciones, pero que, seducido por el prestigio de la
crítica de arte internacional, ciertas casas de subastas y una de las más
célebres revistas de arte de la época, adquirió lo que creía la pieza reina de
su colección, la llamada “copa de Rodolfo”, que resultó ser un pastiche creado
posiblemente por los hábiles imitadores Reinhold Vasters y Alfréd André. Por el
contrario, son muchos los artistas rescatados del limbo del olvido por la labor
de críticos honestos y entusiastas.
En cualquier
caso, además de definir el contenido de la crítica, debe considerarse a quien
va dirigido.
En el otro lado,
tenemos a los coleccionistas y los museos, que no son lo mismo aunque a veces
puedan coincidir, especialmente cuando la colección formada por un particular
se convierte en museo.
Al igual que
sucede con los críticos, hay coleccionistas de muchos tipos, aunque se pueden
establecer algunas distinciones generales, como la clasificación según el poder
adquisitivo, que determinará el nivel crematístico de la colección o sus
limitaciones; el coleccionista generalista o el especializado, que busca
siempre obras que correspondan a un patrón previo, que en el mundo del arte
suelen ser periodos, zonas geográficas, escuelas o autores; el compulsivo o el
calculador; el que se asesora o el que se considera un experto y no admite
consejos; el que compra a cualquiera o tiene proveedores fijos... diferencias
que se combinan indefinidamente, como las escenas de un caleidoscopio. La
interrelación de cualquiera de los tipos de crítico con cualquiera de los tipos
de coleccionista dan lugar a variantes imposibles de determinar.
Por tanto, nos
movemos en un ámbito tan cambiante que es difícil enunciar reglas. Y ahora,
hablemos de los museos:
Primero, debe
precisarse que los museos, antes que al coleccionismo, obedecen a un plan
museológico, que traza el mensaje que desean transmitir y los elementos
materiales que precisan para ello. En ese aspecto y en principio,parece que la
crítica puede interferir poco, salvo en la formulación de su contenido: “sería
necesario crear un museo de...” o “sería necesario cambiar el museo de...”.
Sin embargo, y en
la realidad, el perfil de los directivos y de los patronatos, así como los
estudios que se realizan sobre flujo de visitantes y sus preferencias, pueden
variar ese contenido.
Así, encontramos
que incluso en los museos de contenido tradicional tiene peso la opinión de los
críticos divulgativos más exitosos, mientras que los de perfil científico pesan
en las decisiones de los conservadores y en la política de adquisiciones, donde
el precio y oportunidad también están influidos claramente por la crítica y
pueden, incluso, crear tendencia.
Otro elemento a
considerar es el moldeado del gusto que en cada época ejercen los críticos,
sean ensayistas, tratadistas o investigadores, que interpretan y a veces se
adelantan, al sentir de la sociedad.
Las modas, las influencias de los países política y culturalmente
dominantes pueden marcar cambios del gusto muy profundos. Acabada la influencia
francesa en materia de cultura, actualmente estamos en el momento más álgido de
la influencia cultural anglosajona, que nos impone como modelo su propia visión
del mundo. ¿Globalización o colonización?. Este sería otro punto de debate al
que la crítica no es ajena.
Y ello sin contar
con la presencia del “gusto”, ese factor volátil, mayormente subjetivo, que
marca la fortuna o el ocaso de la creatividad humana. Todos somos conscientes
del importante papel de la crítica en este aspecto.
Aumque los cambios también pueden producirse por la audacia de
algunos artistas y los críticos que han sabido verla, es preciso vencer la
resistencia y contumacia de una sociedad conservadora (entendiendo que también
se puede ser conservador aceptando la “modernidad” como tal, sin consentir
cambios o alternativas).
Por tanto, parece
que en los museos de contenido tradicional las novedades serán más difíciles de
asumir, mientras que, en aquellos que pretenden estar en la línea de rompiente,
sería más fácil introducir obras novedosas, siempre que se haya justificado
adecuadamente esa novedad como “culturalmente correcta”, lo que incluye la
marginalidad “oficial”, algo paradójico, pues sólo la marginalidad natural es
auténtica, precisamente por eso: por ser verdaderamente marginal.
Por ejemplo, un
grafitero, teóricamente marginal, está amparado como arte oficial, se dan
clases de grafitado, incluso en instituciones en principio ajenas, caso del
Museo de América, que creen romper moldes por su aparente audacia, mientras que el pintor dominguero, o el que
pinta ristras de ajos y botijos, es rechazado (con independencia de su calidad
técnica), precisamente por ser marginal y nunca expondrá en el Reina Sofía.
Quizás estaq
necesidad de “estar dentro” explique maridajes tan extraños como los que se ven
de cuando en cuando en algunos museos de prestigio, como si la estridencia
garantizara la modernidad.
Todo crítico debe
ser consciente de que los museos, incluso el que se autoproclama como más
avanzado, son terriblemente conservadores, pudiendo estar en juego hasta los
puestos de trabajo si no se hacen las cosas como sus superiores, los políticos
o las clases con poder y riqueza, consideran que deben hacerse, siguiendo las
normas establecidas.
Y, ante este
panorama, ¿cual es el papel del crítico de arte?. Pues la tentación inicial
consiste en jugar al mismo juego, circulando por el carril de lo “culturalmente
correcto”, espejo de los “políticamente correcto”, algo que responde a la
visión de las clases dirigentes de cada momento y a tendencias que están tan
asumidas que ya no es posible ponerlas en entredicho o luchar contra ellas.
De hecho, los
gabinetes de prensa y los publirreportajes más discretos (presentados a veces
como crítica independiente) funcionan viento en popa mientras que, a través de métodos indirectos, se crean
necesidades cotidianamente, dirigidas a determinados sectores de la población.
Por ejemplo, propuestas de interiorismo o tendencias arquitectónicas, pueden
llegar a crear – sin que los destinatarios perciban el cambio - nuevos
panoramas en el concepto del arte y su mercado.
Si hasta los años
50 del siglo XX los textiles antiguos, el mobiliario, pintura y escultura de
“alta época” eran objetos de deseo de
las clases pudientes, con algún islote de
arquitectura e interiores vanguardistas, hoy, el triunfo del diseño
nórdico y el minimalismo, que rigen nuestras vidas desde hace décadas, exige un
vacío muy lejos del coleccionismo de acumulación y el coleccionismo en general,
salvo si se trata de arte oficial contemporáneo, aunque últimamente viene
desplazado por la cultura del reciclaje y el objeto de contenedor. Si en las
paredes de las casas no se cuelgan
cuadros, ¿que particular adquirirá pintura?.
Los mismos museos han reformado sus exposiciones permanentes, con
gran protagonismo de la arquitectura (anteriormente al servicio de la obra) y
variando sustancialmente el porcentaje entre las piezas exhibidas y piezas
almacenadas, en número creciente.
Todo ello está
afectando al mundo del coleccionismo, cuya forma actual posiblemente perezca
tras las generaciones que lo han practicado, sustituido si acaso por el de
pequeños objetos, mientras que el mercado mira hacia los museos como tabla de
salvación y, de nuevo, necesita a la crítica para que reproduzca el ciclo,
elaborando así otra paradoja: los museos son lugares donde no necesariamente
rigen las reglas del gusto, pues basta publicitar positivamente lo nuevo para
que su contenido varíe.
Y en ello estamos.
Tras haber sido directora
de dos museos, miembro de la Junta de Calificación, directora o miembro
del consejo de varias revistas de arte, comisaria de exposiciones,
investigadora y crítica, mi experiencia
personal puede resumirse en lo siguiente: todo lo que se es posible argumentar
y comunicar razonadamente puede cambiar la percepción social sobre una
obra, y con ello, hace cambiar la
sociedad. Ese es el verdadero poder del crítico”.
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