Las Palmas de Gran Canaria:
3ª ed., Cabildo de Gran Canaria,
Casa-Museo, 2018, 303 p.
No es casualidad que tanto el
biografiado como el autor de la biografía hayan nacido en Gran Canaria. La
situación geográfica del archipiélago y su repercusión en las relaciones
internacionales de España fueron una constante preocupación para los Gobiernos
de Madrid, prácticamente desde la incorporación de las islas a la Monarquía
Hispánica. Canarias ha sido siempre el pivote desde el que España se ha
proyectado doblemente: hacia América y hacia el noroeste de África. Por tanto,
puede afirmarse que las islas no han dejado de ser nunca un elemento esencial
en la estrategia de la política exterior española.
El libro se estructura en torno a
dos ejes: uno cronológico, desde finales de 1887, año en que León y Castillo se
hace cargo de la embajada española en París, hasta 1918, año en el que falleció
el destacado político liberal y diplomático, en plena Primera Guerra Mundial.
El otro eje, temático, se articula en torno a diversos objetivos de la
diplomacia española a caballo entre los siglos XIX y XX: el mantenimiento a ultranza de las últimas posesiones
coloniales por un lado; el posicionamiento lo más favorable posible en el
sistema europeo de relaciones internacionales y en el reparto colonial, particularmente,
Marruecos. En la última etapa de su vida personal y profesional, León y
Castillo procedió a respetar la neutralidad española en el conflicto bélico que
comenzó en el verano de 1914.
Fernando León y Castillo hubo de
defender los intereses españoles ante las potencias europeas en condiciones
nada favorables. España, en el periodo que nos ocupa, era una pequeña potencia
cuya debilidad interna no le permitía desempeñar un papel preponderante, ni
siquiera relevante, en el sistema de relaciones internacionales de la época. A
pesar de todo, la inteligencia y tenacidad del político canario (reconocidas en
diversos informes de la diplomacia francesa de la época) consiguió que España
se beneficiara del reparto colonial en Marruecos tras los acuerdos de la
Entente Cordial franco-británica de 1904.
No es una parte menor de esta obra el apéndice
documental que la corona. Es obligado en todo trabajo de investigación
histórica una selección de textos. En este caso son muy pertinentes esos textos
escritos por los diversos protagonistas de la política exterior española y
europea del período objeto de estudio. Discursos parlamentarios, memoranda,
etc. Resulta francamente interesante una intervención parlamentaria del conde
de Romanones sobre las consecuencias para España del nacimiento de la Entente
Cordial franco-británica en 1904, o varias cartas de diplomáticos británicos,
franceses y alemanes sobre decisiones a tomar sobre política exterior de
pre-guerra.
Es muy útil, por otra parte, un capítulo
final con un resumen de la obra. En él se sintetiza la trayectoria política del
diputado canario, sus éxitos y fracasos en la defensa de los intereses de
España, y unas consideraciones finales sobre la situación de la política exterior española durante los años
finales del siglo XIX y principios del XX.
El capítulo primero es un panorama de la
Restauración en el nuevo sistema de alianzas europeo nacido tras la unificación
alemana e italiana en 1870. Es lo que se conoce como el recogimiento. En
efecto, España tenía que mantenerse neutral y acoplarse al equilibrio bismarckiano
cuyo objetivo era aislar a Francia en el continente. Y además, conservar como
fuera los restos del imperio colonial ultramarino. Los sucesivos Gobiernos de
Cánovas del Castillo y Sagasta llevaron a cabo una política de neutralidad en asuntos
internacionales. Tal como propugnaba el primero: marchar con Francia y Gran
Bretaña mientras estuviesen en armonía. Abstenerse cuando estas se enfrenten.
Como afirmaba Cánovas del Castillo, "no es neutral quién quiere serlo,
sino quien puede. Y quién tiene algo que ofrecer a cambio". Se dejaba
atrás la política de aventuras exteriores de la Unión Liberal durante el
reinado de Isabel II. España debía concentrarse en el afianzamiento de la
monarquía alfonsina y en sus reformas políticas, económicas y sociales que
paliasen el retraso del país. Aunque en la década de 1880, esta política se
matizó, y con los Gobiernos liberales, con Segismundo Moret al frente del
Ministerio de Estado, se buscó un acercamiento a Gran Bretaña y a la Triple
Alianza (Alemania, Austria e Italia).
El segundo capítulo se centra en la
carrera política de Fernando León y Castillo, desde su labor como diputado por
Canarias hasta su paso por el Ministerio de Ultramar. Don Fernando siempre fue
consciente de la importancia estratégica del archipiélago, y fruto de su
perspicacia en este sentido fue el favorecimiento de la construcción del Puerto
de la Luz en la ciudad de Las Palmas, que su hermano (ingeniero de profesión)
materializó.
El tercer capítulo trata de los inicios
de la actividad de León y Castillo en la embajada española en Francia desde su
primer nombramiento en 1887. El político español debía defender la posición
española en Marruecos, que ya se había discutido en la Conferencia de Madrid de
1880, ante una Francia dispuesta a extender su influencia en el país magrebí.
Durante su segundo periodo además, tenía que buscar el apoyo francés y europeo
en la crisis colonial que estalló en Cuba en 1895.
El cuarto capítulo se mueve a caballo
entre el desastre de 1898, con la pérdida de las posesiones ultramarinas en las
Antillas y el Pacífico, y la búsqueda del recambio colonial en África. Es el
período más largo del diplomático canario al frente de la embajada española en
Francia. León y Castillo llegó a París en el momento en que España se había
convertido en una pequeña potencia, subordinada política y económicamente a las
potencias europeas, principalmente Francia y Gran Bretaña. Por otra parte,
dichas potencias europeas en plena rivalidad, se habían lanzado ya a la carrera
imperialista tras la Conferencia de Berlín celebrada entre 1884-1885.
Los capítulos quinto, sexto y séptimo nos
describen los obstáculos que los sucesivos Gobiernos españoles hubieron
de afrontar con Francia por el reparto de zonas de influencia en África, tanto
en el Imperio cherifiano como en Guinea. Desde la guerra de 1859-1860 Marruecos
no había dejado de suscitar el interés de España. Tras el paréntesis del
Sexenio Revolucionario, políticos, intelectuales y grupos de presión económicos
defendieron una mayor presencia en el noroeste africano. En la década de los
años ochenta instituciones científicas como la Sociedad Geográfica o la
Sociedad de Africanistas señalaban la necesidad de una mayor presencia española
en el noroeste de África. A pesar del repliegue exterior de los primeros años
de la Restauración, España defendió el statu
quo del sultanato alauí en la Conferencia de Madrid de 1880, y se opuso a
las pretensiones de las potencias europeas en la zona.
La segunda etapa de León y Castillo en
París al frente de la embajada española en Francia, entre 1897-1910, coincide
con los esfuerzos de la diplomacia española por superar la crisis provocada por
la pérdida de las colonias ultramarinas en 1898. Y también con los deseos de la
monarquía de Alfonso XIII de cambiar el horizonte americano por el territorio
del viejo Imperio cherifiano, que atravesaba un momento crisis interna.
Al atravesar el umbral del siglo XX,
España pudo aprovechar la coyuntura internacional derivada de la tensión
entre la República francesa y el Imperio británico que desembocó en el
incidente Fashoda, en 1898, en pleno corazón del continente africano. Pero el
fin del equilibrio internacional impuesto por el canciller Bismarck veinte años
antes había llegado a su fin. El Imperio alemán, bajo el agresivo liderazgo del
káiser Guillermo II exigía su porción del pastel colonial. Este hecho tuvo como
consecuencia el acercamiento franco-británico, materializado en abril de 1904
con la firma de los acuerdos de la Entente Cordial. España se adhirió a este
acuerdo en octubre se ese mismo año. Este hecho fue transcendental para la
nueva orientación de la política exterior española tras el recogimiento
canovista. El convenio hispano francés firmado ese mismo año abría el paso, por
fin, a las aspiraciones españolas en Marruecos. No hay que olvidar, por otra
parte, que los futuros asentamientos en la costa mediterránea marroquí
estuvieron condicionados por la oposición británica a que Francia pudiera
controlar una zona costera próxima al estrecho de Gibraltar, caso de Tánger.
Por otra parte, León y Castillo ya había
logrado un importante éxito diplomático al firmarse en agosto de 1900 el
Tratado de París, convenio que reconocía los derechos de soberanía española
sobre Río de Oro (Sahara Occidental), Tarfaya, Ifni y Guinea Ecuatorial, y establecía
los límites con el área de influencia francesa.. El político canario tuvo que
enfrentarse a un diplomático de la talla de Théophile Delcassé, el ministro de
Asuntos Exteriores de la República francesa que rompió el aislamiento
diplomático internacional de Francia impuesto por el equilibrio bismarckiano en
Europa. Una de las grandes contradicciones en la vida profesional y personal de
León y Castillo es que siendo un gran francófilo, tuvo que luchar arduamente
con la diplomacia francesa para preservar los intereses españoles en la
cuestión marroquí. A pesar de su perseverancia, no se pudo evitar que Francia
respetara los límites de las zonas de influencia en el futuro protectorado
marroquí pactados en 1904. Los límites que establecía el tratado del protectorado
hispano-francés en Marruecos, firmado en noviembre de 1912, trazaban la
frontera entre la zona española y francesa que descendía hacia el sur. España
se quedaba sin Fez y sin Tánger, pero consolidaba su control sobre el Rif y la
costa norte marroquí.
El capítulo octavo se centra en el afianzamiento de España como pequeña potencia en
el Mediterráneo occidental. Los acuerdos de Cartagena, firmados en mayo de
1907, culminaron el proceso de incorporación de España al sistema internacional
y europeo, que ya había hecho acto de presencia en la Conferencia de Algeciras
de 1906. Gran Bretaña, Francia y España afirmaban su voluntad de preservar el
statu quo en el área atlántico- mediterránea en torno al estrecho de Gibraltar.
Se afirmaban los derechos, influencias e intereses que los Estados firmantes
poseían en la zona. Se consolidaba de esta manera el eje Baleares-estrecho de
Gibraltar-Canarias como realidad geopolítica. España lograba así las garantías
territoriales sobre sus islas y mares adyacentes desde la crisis de 1898.
Los capítulos noveno y décimo se sumergen
en la cuestión de la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial.
Cuando estalló el conflicto, España ya estaba inserta en el sistema
internacional europeo, en lo que se conoce como Paz Armada. Al estallar la conflagración,
en el verano de 1914, el equilibrio bismarckiano se había roto, y los Estados
del viejo continente se hallaban divididos en dos alíanzas antagónicas: de un
lado, la Entente Cordial, formada por el Imperio británico y la República francesa,
con un nuevo aliado, el Imperio de la Rusia zarista. De otro, la Triple Alianza
constituida por el II Imperio alemán, el Imperio austro-húngaro y la Italia de
la monarquía de los Saboya, sustituida después por el Imperio turco-otomano.
España, bajo el paraguas franco-británico, y subordinada su acción exterior a
Francia y Gran Bretaña, se hallaba fuera de estos dos bloques.
Se ha escrito mucho sobre las vicisitudes
españolas en lo que se conoce como la Gran Guerra. Las dificultades para
mantener una estricta neutralidad entre las presiones exteriores y de una
opinión pública dividida entre aliadófilos y germanófilos han sido muy estudiadas.
Pero también es cierto que dicha neutralidad benefició a amplios sectores de la
economía española. León y Castillo, ya en su última etapa en la embajada en
París, se mostró siempre partidario de una neutralidad
benévola en favor de la Entente, ya que los intereses españoles estaban
condicionados indefectiblemente por su satelización respecto a Francia y
Gran Bretaña.
Tampoco la neutralidad estuvo exenta de
problemas. La declaración de la guerra submarina sin restricciones por parte de
Alemania a principios 1917, complicó ciertamente el comercio marítimo español,
básico para el suministro de todo tipo de materias primas y productos a
las potencias beligerantes. También fue objeto de preocupación una posible
intervención militar de las potencias beligerantes en los archipiélagos
españoles, sobre todo en el caso de Canarias (aspecto bien estudiado por el
historiador Ponce Marrero).
En resumen, León y Castillo embajador (1887-1918): un estudio sobre la política
exterior de España ofrece una amplia perspectiva de las relaciones
internacionales de España desde el último tercio del siglo XIX hasta la Primera
Guerra Mundial. Desde el recogimiento canovista hasta la apertura alfonsina
(Alfonso XIII), en el primer decenio del siglo XX, con el paréntesis de la
neutralidad española en la Primera Guerra Mundial. A través de la trayectoria
del político y diplomático canario, vemos cómo España intentó salir del
aislamiento internacional y europeo de finales del siglo XIX que la relegaba a
pequeña potencia en la periferia del continente. León y Castillo supo
vislumbrar que la pérdida de los restos del imperio colonial en América y el
Océano Pacífico era inevitable. Había que buscar otra zona de influencia y
expansión colonial para España. Y esta se encontraba en el norte de
Marruecos y en la costa sahariana frente a las Islas Canarias. Con esto,
además, España podía por fin asegurar y afianzar su plena soberanía en sus
costas atlántica y mediterránea, que ciertamente ya habían estado expuestas a
peligros exteriores en la crisis de 1898. El político canario comprendió la
importancia que el eje Baleares-estrecho de Gibraltar-Canarias significaba para
dicha soberanía.
La obra del profesor Morales Lezcano,
pues, mantiene su interés tras décadas de su primera edición. Una de las
aportaciones de la obra al debate historiográfico sobre la historia de las
relaciones internacionales españolas en los últimos años es la confirmación de
que a pesar de los planteamientos aislacionistas de los primeros tiempos
de la Restauración, España buscó siempre jugar un papel como pequeña
potencia en el escenario europeo.
En definitiva, a principios del siglo XX,
el status internacional de España había quedado reducido al de una pequeña
potencia situada en la periferia europea. El aislamiento, los problemas
internos y el pesimismo nacional anticiparon el repliegue exterior que
desembocó en el desastre del 98.
Desde el siglo XVI, España se había
proyectado al exterior a través de su imperio ultramarino Atlántico-Pacífico.
Desde el siglo XIX su campo de acción se redujo principalmente a través del
continuo atlántico-mediterráneo, desde América al norte de África. A partir de
comienzos del siglo XX, se redefinió por completo la posición internacional de
España. El nuevo escenario pasó a ser su frontera meridional: es decir, el eje
Baleares-estrecho de Gibraltar-Canarias. Y el Mediterráneo Occidental sería el
marco de acción de España con las principales potencias europeas. Este fue el
principal logro de la política exterior del reinado de Alfonso XIII, plasmados
en los acuerdos de Cartagena de 1907, y que se proyectarían, con el paréntesis
de la Primera Guerra Mundial, hasta el fin de la Restauración en 1931. Y
además, se colmaba una de las aspiraciones de los regeneracionistas: la
incardinación española en Europa como condición necesaria para su regeneración.
Aunque esta vuelta al equilibrio europeo, en pleno período de tensiones
nacionalistas e imperialistas, se hacía bajo la órbita franco-británica.
Por último, no podemos dejar de mencionar
que la lectura de la obra del profesor Morales Lezcano no es solo un excelente
estudio sobre la dimensión internacional española durante un periodo histórico
tan trascendental en la historia contemporánea
de España como es el de la Restauración. También es una obra que invita a
reflexionar sobre la importancia de los condicionamientos geográficos y
geoestratégicos en la elaboración de una política exterior. El mencionado eje
Baleares-estrecho de Gibraltar-Canarias sigue siendo un concepto esencial en la
estrategia de la seguridad de España a lo largo de su frontera marítima
atlántico-mediterránea.
Sergio Vallejo
Fernández Cela,
licenciado en Historia (UCM) y
documentalista (RNE)
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