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Discurso tras recibir el Premio Cervantes 2019
23.04.19 .- Alcalá de Henares .-
Majestades, autoridades, señores y señoras del
jurado, señores míos en general que con su presencia me aceptan y agasajan
Debí
pensar y escribir lo requerido para una ocasión que habiéndome llegado tarde, realmente
me sorprendió: pudieron sobrar oportunidades de imaginarla, pero muchas cosas
obvias y muy poco concebibles requisitos me hubieran llamado a un sensato
equilibrio.
Pero
lo inconcebible llegó en un momento en el que la opacidad del descenso imprime
en mi vida una geometría ilógica e imprevistos recaudos. Acepto que el azar o
un orden regido por una mágica fusión de benévolos caprichos me han señalado, como
en una época, aceptábamos algún suceso generoso, con alguien muy querido que ya
no está a mi lado, suponiéndolo – así decíamos-
manifestación de un eón bien dispuesto.
Ahora
seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez,
situándolas en posición favorable y acá estoy, agradecida, emocionada. Recuerdo
mis inquietudes en un camino de montaña
alto y estrecho por el que me llevaban en auto
a una velocidad que pensaba inadecuada. No era un sueño. Esto, claro,
tampoco lo es. Por eso mismo, prefiero ser consciente y agradecer, claro, en
español, cosa que, además, es un valor añadido a la felicidad de este instante.
Busco
una más cómoda aceptación interior de lo nada esperado, ya que suelo ser
escéptica o descreo con familiaridad de tantas cosas, pero a la vez tengo una
fabulada confianza, sin duda de origen infantil, en los pequeños desajustes con
lo racionalmente ordenado, en las coincidencias, sin siquiera razonarlo mucho.
Estos días, casual y repentinamente me tocó oír dos veces Pompa y circunstancia,
pese a que Elgar no es un músico que integre mi parnaso musical establecido,
frecuentado. También, ya de regreso definitivo a Montevideo, ordenando y
reordenando la biblioteca, no dejé de detenerme en la sección cervantina, en las
diversas ediciones repetidas de don Quijote, conservadas por distintos motivos
todas, cuando las reiteraciones de otros autores suelen ser rápidamente
corregidas, siempre en busca del espacio que tanta falta me hace.
Pero
este tema de las coincidencias,
casualidades o registros orientados u obsesivos, integran el capitulito poco analizado y compartido, en general reservado, de las manías personales.
Los
libros que integraron una biblioteca “mía”, forrada y presuntuosamente numerada,
eran libros para niños, algunos pronto
relegados. En virtud de un proyecto
claramente pedagógico, me correspondía limpiar un pequeño librero abierto del
escritorio los sábados por la mañana. Mucho de su contenido no estaba en
español. Sobre la casa planeaba, no diré la sombra sino la luz de mi abuelo
italiano, abogado y culto, que en su viaje desde el Palermo natal hasta el
Uruguay había sido acompañado por Homero, en edición bilingüe greco-latina, junto
con el espíritu garibaldino que un día yo sentiría presente en la familia,
constituyéndose en un héroe casi doméstico.
Es,
pues, normal que entre mis primeros embelesos en el campo de los libros adultos
aparezca Ariosto, - cuando ya la imborrable profesora de italiano, me hubiese permitido tantear,
por mi cuenta, con abuso del diccionario, sus fantasías gratísimas. Le donne,
i cavalier, l’armi, l’amore formaban ese escenario, para mí
novedoso, donde encontraría anillos con poderes, caballos alados, magas que
evocan las sombras de futuros descendientes de Bradamante, aquí el hipogrifo, más
allá una sirena, luego un mirto que habla y es en realidad Astolfo, paladín de
Francia convertido en planta. En fin, que este mundo de transformaciones que a cada
paso surgen, irreales, me encanta pero no me prepara ni siquiera para la
Galatea.
Mi
devoción cervantina carece de todo misterio. Mis lecturas del Quijote, con
excepción de la determinada por los programas del liceo, fueron libres y
tardías. En realidad, supe de él por una gran pileta que, sin duda regalo de
España, lucía en el primer patio de mi escuela. Allí nos amontonábamos en el
recreo en busca de agua, y día tras día, me familiarizaba con las relucientes
baldositas que contaban, sobre inolvidables cielos azules, la policróma historia
que, según supe luego, era la de aquellos desparejos jinetes. No faltan claro,
los molinos, los muchos episodios en que don Quijote terminaba por los suelos.
Ya adolescente, me regalarían el volumen ilustrado y muy cuidado, que todavía
prefiero a la menos infantil edición de Clásicos Castellanos, cuyos ocho
volúmenes son menos traslaticios.
El
ambular del Quijote lleva consigo la convicción de que hay un mago enemigo que transforma “a
la sin par Dulcinea en una aldeana fea y olorosa”, y está detrás de los
numerosos percances que sus obsesiones
le deparan al pobre don Quijote.
Pero,
¡qué discreción, qué respeto muestra
Cervantes por su personaje! En vez de rodearlo de magia y hechizos auxiliares, de
poner a su héroe a disposición de tortuosos espíritus malignos hace que, una y
otra vez, todos sus tropiezos nazcan de él mismo, de esos deslices de sus
nítidas construcciones mentales, del adquirido delirio causado por peligrosas
lecturas, deslices, que tanto pasman, fascinan y encabritan a Sancho, y lo
llevan a someterse una y otra vez a la voluntad de quien lo arrastra a
aventuras del todo ajenas.
Se
suele aceptar como buena la motivación dada por Cervantes para su Quijote, de
desprestigiar las novelas de caballerías. Pero no hay que olvidar la cuna
desdichada que su obra tuvo: “Argel, Sevilla, fantasía, desengaño” es decir
preso, pobre, enfermo, sin la protección que dedicatorias a altos señores
podrían haberle guardado, como José Echeverría singulariza el período de su
escritura. La concepción de un personaje que va, libre, por el mundo, fraguando
su vivir, aunque de error en error, (donde otro personaje, el Cautivo dice: “jamás
me desamparó la esperanza de tener libertad”) debería ser un respiro, aunque al
fin para él todo concluya en la verdad innegable: “Y al fin paráis en sombra,
en humo, en sueño”, como concluye uno de los sonetos que cierran la primera
parte. Pocos personajes han sido, como Quijote, habitados -más que obsedidos-
por lo real. Porque aun lo que es astuta malquerencia vestida de supuestas
precipitaciones mágicas, tiene detrás acciones de criaturas humanas, que pueden
ser malignas y burlonas, pero siempre comprensibles, terrestres y sin
inexplicables auxilios divinos.
Muchas
veces lo que llamamos locura del Quijote, podría ser visto como irrupción de un
frenesí poético, no subrayado como tal por Cervantes, un novelista que tuvo a
la poesía por su principal respeto. Pero podríamos poner en la boca del por lo
general descalabrado personaje, unos versos muy posteriores de Beaudelaire:
“J’ai gardé la forme et l’essence divine de mes amours décomposés”.
Cervantes,
como precisa José Miguel Marinas, es “el primer alegorista de la ética moderna”
y va sobreviviendo a las menguantes transformaciones de ésta.
Mis
lecturas del Quijote, con excepción de la primera, dispuesta por lo programado
por la enseñanza o, bien pudiera ser, por el paciente tío Pericles, al que
recuerdo bien dispuesto a traducirme Goldoni y soportar mis protestas cuando
demoraba algún pasaje por surgirle alguna duda lexical o por estar organizando
cómo sortear un pasaje considerado “no apto” para mi edad. Pero no me gustaba
que se me leyera, cosa a la que me veía reducida porque muchos de los libros de
los que podía disponer no estaban en español. Crecí a, no diré la sombra sino
la luz de mi abuelo italiano, al que no llegué a conocer, abogado, culto, que
había acompañado su viaje al Uruguay desde el Palermo natal con Homero en edición
bilingüe greco-latina. Mis primeros embelesos los debí a Ariosto. Más tarde
llegaría un Dante ya obligatorio, cuyo humor, para mí inexistente, se reducía
al “Pape Satán, Pape Satán, alepe”, además incomprensible. Ya entenderán mi
entusiasmo, mi devoción total cuando intimé con aquella pareja española tan tiernamente
compatible, entre sí y con una lectora inocente y deseosa de amistades
literarias a su alcance, ese Quijote y ese Sancho que hablaban de “otra”
manera, que acepté de inmediato, como un lenguaje que me integraba a un mundo
en el que, sola, me sentía acompañada, capaz
de manejarme en él como si fuese el mío propio.
En
el Persiles y Sigismunda dirá Periandro: “La salsa de los cuentos es la
propiedad del lenguaje en cualquier cosa que se diga”. Todavía me felicito por
haberme interesado más que en las aventuras, en el lenguaje en que me eran
contadas.
Virtud
siempre lograda de Cervantes ha sido no echar mano de milagros de los usuales
en las novelas que no se privaban de gigantes y monstruos, cuando un argumento
descontrolado las requería. Uno de los pasajes de Persiles y Sigismunda trae
“una mujer voladora” que aparece bajando del cielo. Pero enseguida se aclara
“que era una mujer hermosísima, que habiendo sido arrojada desde lo alto de una
torre, le sirvieron de campana y de alas sus mismos vestidos”. “Cosa posible
sin ser milagro”.
“Los
encantadores pueden quitarme la aventura, pero el entusiasmo y el valor nunca”. Había dejado
dicho Garcilaso: “No me podrán quitar el dolorido sentir. Lo que se ha llamado
perspectivismo lingüístico alude al hecho de que cada personaje sea visto a
través de su lenguaje, por el que está pintado, completado, dentro del acabado
empaste que fluye por una obra de pasmosa unidad.
Toda
la gracia proviene de que el Quijote haga de las suyas “cuando ya no se usan
los caballeros andantes”. Radica en ello su razón de ser, el más sutil de los
méritos de la obra. Nos reclama la
inacabable virtud del libro: exigirnos la fidelidad atemporal a lo que, lector
tras lector y época tras época, se ha ido consagrando, como un venerable sostén de la herencia humana.
Luego
de las primeras lecturas del Quijote, las hubo reiteradas, más difíciles de
determinar porque, parciales, se aplicaban, aquí y allá en el texto, con una
determinación vagamente Zen o simplemente mágica: la elección del capítulo
podía deberse al azar o a un vago recuerdo que podría suponer que allí
encontraría una aprovechable aplicación a un tema importante en ese momento
para mí, en busca de alguna iluminación necesaria o por recordar con suma
precisión la felicidad de primer encuentro con aquellas páginas. No sé por qué
atribuí a ese libro la capacidad de precipitar hacia mí la buena voluntad del
azar. Quizás simplemente buscaba una ocasión de dicha dispersiva, de claridad
sin reserva, cuando el disfrute viene sin proponérselo a veces, acompañado de
una sensación de penuria de gracias en la vida diaria y necesidad de gusto
satisfecho, que depararán siempre las aventuras por las que ando tan a gusto cuando
me reintegro al maravilloso mundo cervantino.
Pero
considerarlo maravilloso me obliga a
hacer distingos. Cervantes, que en la Galatea buscó someterse o simplemente
aceptar la novela pastoril –que implicó tantas veces unir realidad e irrealidad
o fantasía- se movía con castiza normalidad en lo real. “Ellos fueron santos y pelearon a lo divino y
yo soy pecador y peleo a lo humano” dice don Quijote, que tantas veces se acepta perseguido o gobernado por malignos poderes, pero sin nunca encumbrarse
ni claudicar.
Con
todo lo que las afirmaciones de don Quijote, prudente y aun sabio, me reclaman
de acatamiento, para terminar debo disculparle una afirmación que como suya, podría
ser aceptada sin más “que no hay poeta
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo”. No es mi
caso, puedo asegurarlo. Sin duda, don Quijote no imaginó jamás que ese género
femenino al que se consideraba por oficio llamado a honrar y defender, pudiera
caer en tan osada pretensión. Y en eso, estoy segura que acertó.
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