Buenos Aires, 25.04.2020
Bonifacio
Soy poco fisonomista. Como político resultaría un fracaso, ya que una de las aptitudes de esta gente, que se especializa en convocar a elecciones, fomentar la división entre compatriotas e imponer tarifas, es recordar la cara de la gente que ven hasta de perfil. Sin embargo, mi memoria literaria no es lábil ni perentoria; diría que es envidiable. Puedo recitar poemas en diversos idiomas y traer a una conversación frases completas de remotos autores. Tengo, además, la ductilidad para correlacionar de un modo espontáneo y transversal, circunstancias y hechos inverosímiles; esas minucias son mi motivo de orgullo, lo confieso. Pero, a pesar de mi olvido de las caras, recuerdo ahora como si lo estuviera viendo, y creo que no se me borrará de la memoria, la del joven apuesto y carismático que llegó a la fiesta de graduación acompañando a la profesora Rosarito Buenaventura, una de mis colegas en el Colegio Superior de Internet, del que ejerzo la vice rectoría.
-He invitado a Bonifacio, un hombre cibernético de pura cepa -me dijo entrecerrando los ojos con un gesto de coquetería-. Estoy segura que te deslumbrará conocerlo.
No sin fatuidad y con algo de celos repliqué:
-Viniendo de tu parte, cómo dudarlo. Tú vives rodeada de gente brillante.
El amigo de Rosarito, debido a las personas que me rodeaban se había quedado, acaso con cierta timidez, unos pasos atrás y lo observé de reojo. Me resultó extrañamente familiar. Tenía facciones recias, pero a la vez gratas y sutiles. No sé por qué encontré que sus rasgos se asemejaban bastante a los del joven Lawrence Olivier interpretando Hamlet. Tengo bien en mente que luego, cuando la hermosa y verborrágica Rosarito me vio conversando a solas con él, percibí que se alarmaba. Las manos de Bonifacio fueron la otra cosa que me llamó la atención. Cuando extendió la izquierda (no la derecha como es usual) para estrechar la mía, noté que estaba decorada por anillos de diamantes y rubíes. Parecía artificial; digo esto también por lo fría y extremadamente blanca. Como la mano de un muerto.
Confieso, por otro lado, que después de ese saludo, me sentí en un estado de confusión que me impidió formarme una idea más o menos cierta del personaje; además del lugar y tiempo en que estaba sucedido el hecho, todo me pareció irreal. Soy constitucionalmente nervioso. Es un defecto de familia, que no he podido superar. La menor apariencia de misterio, la cosa más ínfima o enigmática que no alcanzo a comprender, bastan para sumirme de inmediato en un estado de lamentable agitación. Para ser cortés, cuando nos dejaron solos, intenté impulsar un diálogo, que Bonifacio aceptó complacido, aunque sus primeras respuestas fueron vagas e imprecisas. Me pidió el correo electrónico que yo, como un imbécil, se lo di de inmediato. Cosa que los expertos en internet, por una razón de privacidad, recomiendan no hacer.
Comprendí que advertía mi zozobra y convencido de que era un colega, pregunté sin mucha curiosidad:
-¿Dónde dicta sus clases, profesor?
Al mismo tiempo, para tener privacidad, señalé una sala que estaba detrás nuestro para conversar en privado. Atravesamos el corredor con puertas laterales, que da al auditorio y lo invité a sentarse. Una alumna del colegio, con una bandeja en la mano, nos siguió para convidarnos con unos sanwichitos de jamón y queso.
Los rasgos de mi interlocutor eran agudos y tenía algo singular en la mirada. A pesar de mi negada capacidad para recordar los rostros. No olvidaré esos ojos severos y pálidos. No gesticulaba al hablar.
-Permítame decirle, señor vicerrector, que antes de iniciar nuestro diálogo le diga quién soy yo; de usted, conozca bastante. Sé que es uno de los profesionales que más saben de la materia que a ambos nos apasionan. Pero no dudo, sin embargo, que usted se asombrará, cuando le revele lo esencial de mi biografía -me advirtió, juntando las manos en actitud de rezo-. Sé, a través de nuestra amiga, que usted es uno de los principales investigadores de los fenómenos cibernéticos, y que algunas de sus teorías han sido consideradas por hombres de genio como Bill Gates y Mark Zuckerberge, por eso quiero revelarle mi caso. No soy humano, sino un hibrido total. Así, como ve, no vine al mundo como cualquier hijo de vecino; es decir, a través del encuentro amoroso de dos seres humanos. Nací imprevistamente de la ciencia, sin madre ni padre. Vine al mundo como una idea digital. Me asumo, aunque le resulte inverosímil, como un ciberg de pura cepa; es decir, como una computadora con una infinita capacidad de almacenamiento, que atesora todas las historias, todas las geografías y todas las parodias humanas habidas y por haber. Agrego que el concepto del híbrido hombre-máquina, tan generalizado en la ciencia ficción, se da en mí de un modo general. Todo esto, estoy seguro que lo sorprenderá y quizá le produzca algún rechazo, pero mi naturaleza es así y se la quiero revelar.
Como un versado en la materia, sé muy bien que la masificación del uso de internet ha modificado los modos de interacción entre los individuos, generando nuevos códigos y es sabido que la masificación del uso de redes sociales ha introducido nuevos y variados modos de interacción; sobre todo entre la gente joven, que suele abusar de las posibilidades, generando como es público nuevos códigos comunicacionales, además de una imponente producción y consumo de imágenes. En esta era digital, todos sabemos, la Web se utiliza cada vez más para evadirse de la realidad y a este uso se entregan los jóvenes con afán de aventuras e intención de la posibilidad de participación virtual. También sé que de manera disparatada se postulan actitudes divergentes y que algunas suelen rayar con el delirio o la alteración mental. Existen posturas divergentes respecto de si la identidad que se construye a través del mundo virtual, es una extensión de la realidad cotidiana o un espacio de falsedad.
Totalmente desconcertado, creí que en algún momento que me encontraba ante un impostor. Se lo hice saber acompañando mi sonrisa con un gesto de desconfianza.
-No sé por qué me hace a mi depositario de su secreto –atiné a decir casi balbuceando.
Había, por así decir, algo notable -acentúo notable, aunque el término es quizá muy débil para expresar plenamente lo que quiero dar a entender- en la apariencia de aquel personaje, que se presentó ante mí de una manera menos natural que incomprensible. Su presencia, no obstante, era impresionante y perfecta, digna de un genuino modelo de varón seductor. Tenía probablemente un metro ochenta de estatura y un aspecto imponente. Se notaba en él un distinguished air bostoniano y se expresaba con una voz grave, melodiosa y bien timbrada, que daba a entender una refinada cultura de alta alcurnia. Sobre este tema, el de la presencia física de Bonifacio, siento una especie de melancólica satisfacción en ser minucioso, y prosigo mi descripción. Lucía los dientes más regulares y más blancos que se puedan concebir. En cada ocasión apropiada nacían de aquella boca de labios carnosos y sensuales frases melodiosas, rítmicas y bien timbradas. Con respecto a los ojos, de un celeste penetrante, Bonifacio miraba con la firmeza de un Julio César o de un Napoleón y cada uno valía por un par de órganos oculares estremecedores; grandes y brillantes; esos ojos tenían pupilas de un color castaño profundo, y una que otra vez se advertía en ellos esa ligera e interesante oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
En cuanto a su abundante cabellera rubia, con rizos apenas canosos, bien hubiera hecho honor a los jóvenes James Dean o Robert Redford; pues ondulaba con la brisa de la manera más sutil, y tenía un brillo incomparable. Eran asimismo impactantes sus distinguidas patillas. El pecho de Bonifacio era sin ninguna duda el más soberbio e imponente que yo haya visto; poco que ver con el exagerado pecho de los fisicoculturistas, ni el de los atletas de las pruebas olímpicas. En vano se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran provocado el rubor y la humillación en el David de Miguel Ángel. Me subyugaron los brazos musculosos y perfectamente modelados, que se adivinaban debajo de su chaqueta; puedo decir, con total seguridad, que jamás había visto perfección semejante. Sus miembros inferiores no les iban en zaga en cuanto a simetría. Eran realmente el nec plus ultra de las hermosas piernas de un Apolo de mármol. Todo conocedor podría afirmar conmigo que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado musculosas, ni demasiado delgadas; tampoco rudas ni frágiles. Imposible imaginar una curva más graciosa que la de esos femoris; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la fíbula, que contribuye a la conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las guindas bien moradas, me resultaba imposible creer que en lo notable ya aludido (pues creo con convicción en el extrañó je ne sais quoi que envuelve a contadas personas) mi reciente conocido, aunque procediera tan sólo de la acabada perfección de sus dones corporales, se adivinaban además los espirituales. Quizá este otro don emanara de su actitud, pero tampoco en esto puedo ser demasiado afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en todos sus movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido lamentable afectación o pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones de Bonifacio no podía atribuirse más que a una palabra: el loable sentido de lo que corresponde a la dignidad de las proporciones colosales que viene de los griegos o del “hombre de Vitruvio”, que perfeccionó Leonardo da Vinci. En fin, ya se advierte que no puedo hablar sin entusiasmo de este personaje virtual, de este ciborg incomparable con cualquier humano que pisa sobre la tierra. Después de mi quizá exagerada descripción, tampoco es decir demasiado si afirmo que eran el más hermoso hombre que existía bajo el sol.
En algún momento Rosarito se acercó a mí de manera muy cauta para decirme al oído algunas frases elogiosas sobre su amigo. Era una persona notable, muy notable, tal vez uno de los más notables de nuestra época, que yo tenía el privilegio de conocer. Cosa que asentí de inmediato y agradecí a mi amiga. Completo este párrafo diciendo que Bonifacio era atractivo y seductor a primera vista y seguramente gozaría de especial favor ante las mujeres, sobre todo por su alta reputación de homme séduisant.
-Veo que se entienden muy bien -me susurró al oído al oído mi amiga-. Pero ojo, no te pases de la raya… Es sólo apariencia. Un verdadero paladín del universo virtual, sin la menor duda.
-Sí, un paladín completo -asentí-. Y lo demuestra en cada gesto y en cada palabra.
Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan clara y resonante, ni contemplado semejante sonrisa. Lamenté que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los murmullos y las insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por ese héroe de internet, dueño de un pasado mágico y acaso aterrador como todo lo referente a dicho sistema. Y de un presente activamente virtual.
La deliciosa y brillante conversación de Bonifacio no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se marchó, según justificara, por compromisos ineludibles, en un aparte de la reunión sostuvimos un largo tête-à-tête con Rosarito a quién abrumé de inquisidoras preguntas sobre nuestro hombre-máquina, y no sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas que decididamente ignoraba.
-Jamás había oído a un narrador más fluido, ni a un hombre más informado -le confesé a mi amiga-. Con loable modestia, sin embargo, se abstuvo de tocar el tema que más me inquietaba; es más diría que lo eludió hábilmente. Por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la cuestión de su (llamémosle) naturaleza digital, pese a que me sentía muy tentado de hacerlo. Noté asimismo que el apuesto Bonifacio prefería orientar la conversación a los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el rumbo de nuestro diálogo, volvía invariablemente a ocuparse de asunto estéticos o filosóficos.
-¡Oh, profesor Alifano, no hay nada comparable a esto -comentó con vaguedad-. Somos un mundo admirable y vivimos en una época maravillosa. Fíjese, computadoras y celulares por todos lados, robots de todo tipo y para todos los gustos; aviones, satélites, televisores, micros-sistemas que nos asisten todo el tiempo y nos rodean de confort… y seres como yo, productos genuinos de este tiempo asombroso y -por qué no, aterrador-. Nuestros mensajes recorren todos los mares y todos los espacios, y una empresa que ha fabricado un cohete inter espacial ya vende pasajes para visitar la Luna y Marte. El mundo es un pañuelo; qué digo, el planeta, el universo ya lo es y, no tenga dudas, amigo mío, que así como estamos comunicados por las aplicaciones más diversas, llegará el momento en que de cuerpo presente, quizá apelando a un más perfeccionado Facebook o WhatsApp, o a las cuentas de Twitter, nos podamos estrechar la mano; como yo lo hago ahora con usted, o besar a una amante en los labios. Y quién puede prever la inmensa influencia sobre la vida social, las artes, el comercio y la literatura, que habrán de tener los grandes principios de la cibernética. Y le aseguro a usted, créame que no es todo… El progreso de las invenciones no conoce fin. Las más admirables, las más ingeniosas y los dispositivos mecánicos más útiles, los más verdaderamente sutiles, surgirán de un momento a otro como hongos, si es que puedo expresarme así o, más figurativamente, como conejos de la galera de un mago. Sí, como lo usted lo oye, mi apreciado Alifano. En torno de nosotros, por supuesto… ¡ja, ja, ja! Qué digo, sobre nosotros.
-Usted es una muestra de ello -atiné a murmurar, visiblemente confuso-. ¿Dígame qué tiene de humano y qué de máquina?
-Bueno, bueno, sí, claro -asintió con una sonrisa, algo conmovido-. Ya me he resignado a ello como usted se conforma con ser quién es.
Mi curiosidad, sin embargo, no había quedado completamente satisfecha, y resolví de inmediato hacer averiguaciones más minuciosas sobre su condición de hombre-máquina; pero, abriendo sus brazos, Bonifacio se disculpó, y apretando mi mano ensayó una despedida emotiva, sin palabras y con los ojos húmedos de emoción. Lo cual demostraba que, como cualquier humano, una máquina puede tener sentimientos.
Desconcertado, lo confieso, con un gran vacío en el pecho y mi corazón palpitando a full, agradecí la gentileza de Rosarito por haberme presentado a Bonifacio, y me despedí de este ciberg tragado por la noche, al que nunca más volví a ver. Era evidente. Era clarísimo. Bonifacio era la reencarnación moderna que anticiparan los relatos de Isaak Yúdovich Azímov o Ray Bradbury. Tampoco es tan raro si tenemos en cuenta que del prodigioso arte de la literatura, sea de un modo lírico o ficcional, nace todo. Hasta esta humilde ramita del frondoso árbol de ciencia-ficción, que yo bautizo con el nombre de ciber-ficción y me ha hecho estrechar la mano de un hombre-máquina; el perfecto remedo -aunque mejorado desde luego- del conocido homo sapiens que dejó al chimpancé colgado en el eslabón perdido, mutando hacia el ente superior empeñado en entender su propia existencia dada ahora en un robot producto de la ciencia.
Aunque no salgo de mi asombro y me siento confuso, no dudo en exclamar a viva voz que soy un elegido de los dioses.
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