Al continente de La Atlántida y a las islas…sin demonios[1]
Como autor de estas cuartillas, recuerdo haber sentido desde mi infancia un apego notorio por el mundo insular, como me temo haberlo repicado aquí en más de una ocasión. Cierto es que el hecho de haber vivido los primeros dieciocho años de mi vida en Canarias puede explicar tal apego. Sin embargo, el transcurso de algo más de medio siglo, residiendo fuera del archipiélago, sí constituye un factor que podría haber ahondado en mí la pervivencia del llamamiento recurrente del archipiélago canario; aunque también lo haya sentido por parte de Córcega, Capri, Malta, Sicilia, Baleares y algunas pequeñas islas del Egeo griego, que tampoco me han sido ajenas.
En puridad, desde joven hice largas travesías por el Atlántico (norte) entre Las Palmas y Southampton cuando fui a residir al Reino Unido durante un par de años.[2] Corrían los años 60 del siglo pasado. O sea, cuando todos en Canarias nos referíamos entonces a aquella ex potencia marítima, perdida en aguas del noroeste de Europa, con el genérico de Inglaterra. Más allá del impacto que me produjo The British way of life en la etapa primeriza de mi existencia (por no hablar de mis estancias en el swinging London de aquella época y sus repercusiones tanto en mi persona como en el futuro historiador en que me convertí), he de puntualizar que no me ha parecido discordante aludir en estas páginas a otro referente marítimo, a un finisterre realmente perdido en ultramar.
La insularidad, en efecto, fue determinante en mi vida hasta que exigencias de diversa suerte me condujeron al afincamiento en Madrid y, ocasionalmente, en algunos países europeos y magrebíes. Este escueto telón de fondo viene a propósito del título de las cuartillas que estoy dedicando a paisajes que calaron hondo en mí, cuando los visité, o más de una vez, como ocurrió con la comarca de La Vera y de su monacato imperial en Yuste. Ahora sí creo que parece menos incongruente que haya redactado algunas pinceladas de mi viaje al finisterre perdido en ultramar y que lleva el nombre de isla de El Hierro, también denominada Faro hace muchos lustros, por los destellos dirigidos desde su pináculo a los navegantes que cruzaban el Atlántico, en ruta hacia la mar-océano.
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Ya en la Antigüedad, la minúscula isla de El Hierro fue incluida como un finisterre del orbe occidental, tal y como el geógrafo Claudio Ptolomeo (100 d.C-170 d.C.) la situó en su época. O sea, antes de que el meridiano londinense de Greenwich la ubicara en sus coordenadas actuales (27º 45’N 18º 00’0), como si de un gigantesco y visible farallón se tratara, antes de aventurarse las naves a surcar la mar-océano.
La dislocación geográfica de El Hierro, junto con su reducida extensión y anfractuosa constitución territorial, poco abordable desde el océano, ponen en la pista del impacto que esta isla me produjo en mi lejana visita, de la que han transcurrido ya casi veinte años. Aterrizar en el diminuto aeropuerto de El Hierro, buscar acomodo en cualquiera de sus parajes e iniciar con calma los recorridos insulares que miran al valle de El Golfo, entre Punta Dehesa y Punta Salmona, es de por sí una aventura itineraria que cautiva la retina y el ánimo del visitante; sea que se contemple el panorama visto desde las aguas del “puntilloso” océano herreño, o sea que se contemple desde el pico de Malpaso (a unos 1253 m de altitud). Menos espectaculares son la costa y las playas que, entre los acantilados de basalto, van marcando la exteriorización de una isla replegada en poblados, caseríos y fincas donde abundan las plantas euphorbias. No obstante el predominio de estas plantas crasas, quedan en elevados puntos de El Hierro pinos canarienses y laureles de Indias; y descendiendo de las alturas no dejan de aparecer plantíos con árboles frutales, entre los que sobresalen abundantes higueras y sus tentadores ficus canarienses [3]. El sentimiento de estar a-isla-do del mundo invade al contemplar con entrega todos los lugares de este testigo insular, inmenso farallón, que solía indicar, junto con La Gomera, la ignota ruta que se convirtió en camino para las Indias de América a partir de 1492.
Ahora bien, no quisiera limitarme solo a dar cuatro pinceladas descriptivas de El Hierro, también llamada en otro tiempo Faro; por ello, me veo obligado a subrayar algo más de la fisonomía de la isla, tan adusta como entrañable. No podré olvidar con facilidad el éxtasis naturista que me invadió contemplando las barranqueras secanas y los collados volcánicos; la parva, pero endémica, presencia vegetal, a la que acabo de aludir, y la detección de algo así como amagos volcánicos, también diminutos, revestidos de un cromatismo entre rojo sulfuroso y parduzco, nada infrecuente de contemplar en otras islas de Canarias. Y también es inolvidable el recorrido a pie de Valverde, capital de esta isla, que no se atreve a asomarse al imperioso Atlántico, puesto que se asienta, recoleta y escondida, en una tranquilidad urbana muy placentera, que la substrae de la temible tentación marítima.
El éxtasis motivado por el paisaje insular, bajo la luz del día, y el prístino silencio del cielo estrellado, durante la noche, me invitaron, como pocas veces, a la compenetración panteísta con el marco natural de El Hierro. Sentimiento del que no pude escaparme en su momento.
Permítaseme, lector, como despedida, dar un salto anacrónico para finalizar mis merodeos herreños, al filo de un verso de Lope de Vega que todos aprendimos cuando cursábamos el bachillerato de antaño:
A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos.
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[1] El lector habrá advertido que la dedicatoria hace una doble alusión: por una parte, a La Atlántida, un supuesto continente hundido en el océano en la noche de los tiempos; y a la novela de Carmen Laforet, La isla y sus demonios (1ª ed., 1952).
[2] El autor de estas cuartillas fue lector de español en la Mosley Grammar School (Birmingham) y becario del Consejo Británico, en Londres.
[3] El garoé fue el árbol sagrado de los bimbaches o habitantes indígenas de El Hierro. Sobre las dimensiones prehistóricas de Canarias, véase la sugestiva interpretación de Antonio Tejera Gaspar en Mitología de las culturas prehistóricas de las Islas Canarias. Ed. Universidad de La Laguna, 1991-1992, 79 p.
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