23.11.2021.- Madrid
Julia Sáez-Angulo
Mis cinco cipreses del jardín han desaparecido. Llegaron cuatro hombres macedonios y, con una pericia insólita, los fueron podando, primero y talando después. Los cipreses eran el orgullo de mi casa, ornada con aquellos árboles de la memoria, como en la Toscana, donde plantan un ciprés, allí donde aparecen ruinas romanas, etruscas, etrurias…
El ciprés es la columna de la naturaleza y compite en belleza con los fustes y capiteles dóricos, jónicos o corintios, que aparecen en las excavaciones. Sus raíces crecen pivotantes, de modo infinito, sin dañar los muros, tanto o más profundas como el tronco firme y la copa verdinegra que muestran hacia afuera. Sus fuertes hojas alineadas en pareja y decusadas, caducas y perennes al mismo tiempo, caían sobre mis arriates como el herbicida más poderoso e implacable, sin dar tregua a una flor. No importaba. La solemnidad de los cipreses compensaba con creces su exterminio herbáceo.
El ciprés es un árbol perfecto: hermafrodita. El mundo greco-romano lo veneraba. Era el árbol de Plutón. El nombre de ciprés viene de su nativo Chipre (Cyprus) y Ciparisa, en la Fócida, tomaba su nombre de la abundancia de cipreses en su seno. Los navíos codiciaban su madera. Las puertas de Constantinopla se hicieron con sus troncos y duraron más de mil años; las de la Santa Sede siguen su ejemplo en los doscientos que llevan en pie. La madera de este árbol se estima incorruptible.
Los románticos, pintores, escultores y literatos, adoraban el ciprés y lo siguen haciendo, porque sintoniza con su ascesis y melancolía.
Como árbol de la memoria en el Mediterráneo, los cipreses se situaron en los cementerios para recordar a nuestros difuntos queridos, sus copas ascendentes al cielo nos señalan el lugar donde se alojan sus almas o aspiran a subir tras purgar sus faltas. Los cipreses creen en Dios, afirmaba Gironella. Dicen que, con el humus de los muertos, los cipreses crecen más robustos y sanos en los camposantos. (En Inglaterra, el árbol del cementerio es el tejo).
Los monjes medievales y renacentistas situaban siempre un ciprés en el claustro, jardín de plantas aromáticas para la cocina. Es el sacro índice del elevado destino que aguarda a los frailes consagrados. El ciprés, árbol esbelto, resta menos luz y visión al claustro superior, o a las filigranas en piedra que pueda tener el monasterio o convento.
En Cataluña y Baleares, los cipreses han servido como símbolo de hospitalidad a los viajeros, anuncio y llamada de alojamiento y comida en las masías. Un camino o sendero de cipreses anuncia que una casa noble aguarda al fondo. Desde los carros y carruajes se divisaba un ciprés y se sabía que allí se proveía de agua; si había dos, de agua y vino; si había tres, de agua, vino y comida; si había cuatro, se ofrecía todo. Era mi caso en plena meseta castellana, en la Villa y Corte de Madrid, en la capital de España…
Todas estas referencias las narraba yo, orgullosa, a mis pacientes amigos visitantes, que en más de una ocasión ya las habían escuchado de mi boca. Eran momentos para mostrar mi dotes de narradora oral, superiores, en mi opinión, a las escritas. Tengo un punto pedante, ¡qué le vamos a hacer!
Los cipreses eran mi orgullo. Nadie en la colonia Iturbe de Madrid Moderno, en la Guindalera, construida en 1928, tenía cipreses como los míos. Había aligustres, nísperos, perales de jardín, naranjos, arces -un bello árbol de Júpiter que despareció misteriosamente- como el ailanto… pero no había cipreses. Eran la singularidad de mi casa.
Más, ¡ay dolor!, de pronto dos cipreses comenzaron a crecer con pata de elefante en la base. Las raíces no podían horadar más la tierra capitalina. Los otros rompieron sin piedad los arriates enconchados por el marino Peri, que había vivido antes que yo en esta casa que yo llamo La Calahorra, en memoria de la finca que heredé de mi madre y me permitió adquirirla con su venta. Mamá nunca se hubiera desprendido de aquella, antes hubiera pedido limosna en la Puerta del Sol, pero las cosas suceden entre generaciones.
Los amigos, botánicos expertos, me advertían que si no talaba los cipreses pudieran empezar a bambolearse por falta de firmeza, al no poder profundizar más hacia el Hades. Su cuerpo, mucho más alto que el tejado caería, con posible peligro sobre la casa o la calle y los viandantes. El vendaval de la Filomena a comienzos de 2021 los humilló despeluchando sus ramas como si fueran palmeras. Consulté al Consistorio y envió una inspección de ediles y forestales. Planos, fotos, impresos rellenos, permisos cautelosos y pago de elevadas tasas. Talar un árbol es un sacrificio impío; talar un ciprés, árbol sagrado de la memoria, lo es aún más. La seguridad ha pesado como prioritaria sobre la belleza y el mito.
Lamentablemente no hubo más salida que llamar a los macedonios, que mostraron una vez más su pericia en la tarea. Con sus músculos de titanes de bronce, comenzaron a escalar con ganchos, cuerdas y aserradora de mano, para cortar ramas y troncos con destreza. En mi casa no podían gritar ¡Árbol va!, como lo hacen en los bosques de su tierra. Lo hicieron con pausa y cuidado, a base de cortes y lonchas para no romper muros ni molestar al prójimo viandante.
Unos gendarmes se presentaron de improviso tras la llamada de un vecino ante la tala. Hicieron muy bien unos y otros. A la flora hay que protegerla como a la fauna. Hay que controlar los excesos contra la normativa municipal, harto abundantes en la colonia. Con los papeles en regla, solo hubo intercambio de saludos con los amables agentes.
El ciprés, una vez talado no crece más, es un árbol muy suyo que no retoña, me informó el titán jefe de los macedonios. Su base en la tierra le servirá como peana para las macetas.
Dos amigos escultores me han pedido algunos troncos para su trabajo artístico. Será un destino noble de miss cipreses que bien lo merecen.
He ganado en luz, pero he perdido la gallardía de los cipreses y su muralla protectora de vientos e intimidades. Su memoria greco-romana. Su elegante ascetismo.
7 comentarios:
¡Ah, mi admirada Julia! Qué perdida la de tus cipreses. Testigos majestuosos, altivos, de la vida; góticos albergues de ruidosas aves y silentes pensamientos... entiendo tu pena y me conduelo en ella. Sigue, en cualquier caso, haciendo gala de tu "ars narrandi" siquiera sea recordando la elegancia de un ciprés.
Los cipreses aportaban a tu casa,gracilidad,elegancia,belleza y buena sombra,un olor muy puro casi "espiritual" y nos daban la bienvenida a "La Calahorra" a los huéspedes.Comprendo tu pesar y lo lamento.
Los echaré de menos.
Un abrazo
Una tristeza por los cipreses, de este amigo que también se crió en la Guindalera al pie de la Avenida de los Toreros, antiguamente Julián Marín.
Mi abrazo, Julia.
Arbor es mihi valde pulchra,
quam longissima cupressus:
comitas tu coemeteria...
at symbolum es mihi vitae.
[Eres para mí un árbol muy bello,
larguísimo ciprés:
acompañas los cementerios...
pero eres símbolo de la vida.]
Alabados sean los árboles, las aves, todas las cosas de la naturaleza. Alabado sea el Parque del Retiro, en la bella Madrid.
Grandes saludos a todos,
Raúl
Da. Julia:
Gracias por esta idónea y exclusiva narración tuya de los cipreses. Es lo que se espera de tan excelente escritora como eres. Hemos dialogado con la naturaleza, con tus cinco cipreses, contigo. Nos hemos sentido por segunda vez en tu jardín, cerca de ellos. Como bien dices la seguridad ha pesado como prioritaria sobre la belleza y el mito. Crecen y crecerán esbeltos cipreses en tierras más amplias para mayor libertad de su raíces.
24 de noviembre de 2021, 8:55 Eliminar
Amiga Julia, transcurrido tu duelo de una muerte irremediable, destaco la “mise en abîme”: “'La Calahorra' en memoria de la finca que heredé de mi madre y me permitió adquirirla con su venta. Mi madre nunca se hubiera desprendido de ella, antes hubiera ido a pedir limosna, pero las cosas son así entre generaciones."
En tu madre, mi reflejo:
La finca de varias hectáreas, llamada “La Medina” y heredada de mi amado padre, pasará al hijo mío que no la venda y su hermana tutelará, para que mi deseo así se cumpla.
Un precioso texto, digno de la mejor elegía, en el que se demuestra tu capacidad poética y narradora, literaria, en suma, y que es un gran homenaje a esos seres vivos que acompañan desde hace siglos la memoria de los muertos. Elevados hacia el cielo, tus palabras se unen a las de Gerardo Diego en uno de sus grandes poemas. Que la memoria que te ha hecho escribir este texto acompañe el recuerdo de esos cipreses que fueron firmes compañeros. Difícil despedirse de las cosas y más, en este caso, de seres vivos que, aunque sin habla y movimiento, cobijan tu historia. Pero esta despedida los conserva en ella y en tu alma.
Publicar un comentario