miércoles, 6 de julio de 2022

AVATARES CON LA PERRA COLOR CHAMPAGNE. Relato

Caniche Champagne (Foto Wikipedia)


por Julia Sáez-Angulo

    Nos cruzábamos todas las mañanas, cuando yo iba a comprar el pan y ella a pasear a su perra Zara. Era una mujer enlutada, de cabello blanco y mirada desvaída y penetrante. Su animal era de raza caniche color champagne, bonita, aunque de mirada triste. De tanto vernos, la señora y yo acabamos por saludarnos cada mañana y comenzamos a hablar. Un día se presentó como Vicenta y me invitó a tomar un café. Fue entonces cuando me contó que debía ingresar en una residencia de mayor en el pueblo cercano de la sierra, pero antes tenía que dejar bien situada a su perra con una familia. Me preguntó directamente si yo estaría dispuesta a hacerlo, pues la primera persona que se comprometió a recibirla se encontró un cachorro de perro en la calle y había desistido, pues aquel encuentro lo interpretó como un designio.

Le contesté que lo pensaría y le contestaría en breve. Lo hablé con mi marido, que siempre había tenido perro, salvo en la última etapa, porque estaba mayor, más torpe y le costaba pasearlo. Le hablé de que mi prima Carmen andaba buscado un perro de compañía y podría traspasarle la perra a ella al regresar del veraneo a Madrid, si nos resultaba muy gravoso atender a Zara.

Vicenta se puso muy contenta al aceptar el hacerme cargo de Zara y llamó a la residencia de mayores, para decirle que, al mes siguiente, ingresaría en la misma. Me dejó a su perra para que yo me fuera familiarizando con ella, pero, durante ese mes a la espera, Vicenta aparecía en casa de improviso, entraba en ella para ver y acariciar a Zara antes de irse a la residencia, algo que a mi marido lo descomponía, porque decía que era una pesada y persona muy rara con mirada de loca.

Por fin Vicenta ingresó en la residencia del pueblo serrano cercano al nuestro y respiré hondo, porque la contrariedad de mi marido al verla creía con los días. Aunque Zara era tranquila y grata, tenía el inconveniente de que necesitaba salir todos los días de casa, por más que yo la dejaba en el jardín para que hiciera sus necesidades, algo que yo no había previsto, por lo que me aquello me exigía el tiempo de tres paseos a día, frente a lo que yo había estimado.

Cuando llegué a Madrid, llamé a mi prima Carmen para ofrecerle la perra y aceptó alborozada. La telefoneé de nuevo para quedar y entregarle el animal, pero a los dos días me contó que su hijo le había ofrecido otra perrita como regalo y no podía desairarlo. El tema de la perra se iba complicando con mi trabajo en la capital, pues yo tenía que andar como Cenicienta, corriendo para llegar a casa a la hora conveniente y que no sufriera el animal.



Un fin de semana que tuve que viajar fuera de Madrid, le encomendé el cuidado de la perra a Silvia, mi asistenta doméstica y aceptó con gusto a cambio del pago que le ofrecía. Cuando regresé, Silvia me dijo que sus niños habían disfrutado mucho con Zara, por lo que me apresuré a ofrecérsela en propiedad. Aceptó. A los dos meses, la asistenta me dijo que iba a dejar de trabajar para mí, pues la distancia de mi casa y la suya era excesiva.


Una tarde Vicenta apareció de pronto en el vestíbulo de mi oficina, pues ella recordaba el Ministerio donde yo le dije que trabajaba. Venía a por su perra, porque no se había adaptado a la residencia y quería regresar a vivir en su casa y seguir conviviendo con la Zara. Le dije que la había donado a mi antigua asistenta y que no tenía de ella nada más que el teléfono.

-¡Ay!, me las matado, comenzó a gritar, mesándose sus canas. Los conserjes del Ministerio nos miraban asombrados y uno de ellos se acercó para ver que sucedía y para rogarle a la mujer que bajara la voz.

Nada de todo esto conté a mi marido, pues me hubiera reprochado algo que él percibió desde el principio, aquella mujer era una loca muy particular, como reflejaba su mirada medio extraviada. La mujer regresó al Ministerio otras veces, pero los guardias de seguridad no la dejaban pasar, al tiempo que me avisaban de que ella estaba allí.

Mi zozobra a la hora de salida aumentaban, temía cualquier reacción desorbitada de aquella mujer, cuando me dijo otra tarde, ya fuera del Ministerio, que nadie contestaba al teléfono que yo le di y seguía repitiendo ¡me la has matado! Yo intenté también ponerme en contacto con Silvia la asistenta, pero no respondía al teléfono.

Por la noche, en hora tardía, me llamó una vecina de Vicenta, para rogarme que le devolviera la perra a la mujer. Le conté todo lo sucedido. La vecina decía que Vicenta estaba fuera de sí y que amenazaba con tomar una determinación muy dura contra mí. Comencé a temer que iba a ser Vicenta la que me matara a mí. Yo vivía entre sobresaltos cuando salía a la calle. Le conté el hecho a mi hermana para que, al menos ella, estuviera al tanto de lo que me sucedía y por si ocurriera lo temido.


Otra noche, me llamó Silvia, para decirme que una señora un tanto alocada le reclamaba la perra por teléfono y quería saber que podía hacer. Añadió que había estado de vacaciones en Bulgaria, su país y por eso no contestaba al teléfono. Le conté los incidentes habidos, por lo que le recomendé que le entregará la perra, pues esa mujer podría ser capaz de amenazarlos, como había hecho conmigo.

Silvia me contó al poco que le había entregado Zara a la anciana personalmente y que fue lo mejor que pudo hacer, porque la mujer no estaba en sus cabales. Lo sentía por los niños, porque se habían encariñado mucho con la perrita.

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