L.M.A.
En 1964, San Benito de Nursia (480-547) fue proclamado por Pablo VI
patrono de Europa. Se reconocía así el extraordinario influjo que ejercieron en
la formación de la Europa cristiana tanto su persona como el grupo de
discípulos que se reunieron en torno a él, y los monjes que, a lo largo de
siglos siguieron la Regla Benedictina.
San Benito vivió en una época en la que corrían peligro no solamente la
Iglesia sino también la sociedad y la cultura. “Mundo revuelto y confuso”, como
lo califica Luis Suárez en una caracterización que resumimos aquí.
La idea de que el Imperio romano desapareció como consecuencia de la
invasión de los bárbaros resulta incompleta y distorsionada a no ser que se
ponga en relación con otras dos cuestiones: solamente desapareció la mitad
occidental de dicho Imperio porque en torno a Constantinopla se mantenía su
otro brazo oriental, helenístico y, en realidad lo que ocurrió en Occidente no
fue tanto el punto final del mundo romano cuanto su transformación: de la
unidad a la pluralidad, del Imperio a las naciones.
Desde el siglo VII se comenzó a designar con un término geográfico nuevo
(Europa) a este conjunto que se prefería llamar como “Christianitas” o
“Universitas Christiana”. En este mundo en que los nuevos reyes de estirpe
bárbara ejercían su oscilante autoridad en medio de un panorama confuso y
violento, los obispos asumieron en sus ciudades las cargas propias de las
demandas del bien común que antaño habían sido ejercidas por las desaparecidas
instancias políticas así como responsabilidades nuevas como la ayuda y la
beneficencia nacidas de la identidad cristiana y que nadie atendía en la
Antigüedad.
Pero, al tiempo que los nacientes reinos hacían suyo el contenido
dogmático y moral propio de la religión cristiana se daba un fenómeno curioso y
era que los católicos más conscientes y coherentes llegaron al convencimiento
de que era imposible vivir una vida plenamente cristiana en el seno del mundo y
en las ocupaciones habituales. Y a pesar de vivir en un contexto histórico en
el que los mandamientos de la ley de Dios y las prescripciones de la Iglesia
habían empezado a ser principios constituyentes y nadie podía legislar en
contra de las normas morales, los cristianos concluyeron que no se puede vivir
con plenitud la fe en el corazón del mundo.
El monacato, reconocido de manera unánime como una de las raíces de la
Europa cristiana se convirtió en lo que estaba llamado a ser cuando a la
tendencia ascética se incorporó el “contemptus mundi”, término que define una
de las aportaciones más relevantes y originales e irrenunciables de la
espiritualidad cristiana, difícilmente expresable en nuestro lenguaje porque no
es simple “desprecio del mundo” sino poner en su lugar a un mundo que vale muy
poco en relación con las realidades sobrenaturales que están en juego. Precisamente
por eso, y por paradójico que pueda parecer, aquellos monasterios tenían
también una impresionante fecundidad temporal: los monasterios se introducían
como un fermento en la sociedad a la que transformaban mostrando a los fieles
que su propio ritmo de vida: oración, trabajo y descanso era aplicable a todos
con las debidas adaptaciones y reivindicando virtudes como la laboriosidad, el
cumplimiento del deber y el cultivo de la sabiduría.
Hoy se dice que la vida monástica está en crisis. Como lo está la Europa
que un día fue cristiana. No puede ser de otra manera cuando se vive
zascandileando en torno al mundo, profesando una admiración simplista por la
vida moderna, sin cansarse de insistir en la necesidad de vivir el catolicismo
en medio de un mundo sobrevalorado.
“Los enamorados del pasado —concedía Paul Souday, crítico de “Le Temps”,
en polémica con el modernista Fogarazzo— pueden caer en algún exceso” pero “sus
prevenciones, por lo menos, se apoyan en una cultura seria, una imaginación
vivaz y un sentido crítico aguzado que les ha permitido juzgar su siglo en
contra de su instinto. Llegan a pensar que lo que es característico de un
siglo, moderno o antiguo, tiene poco valor y que lo importante es lo que dura.
El catolicismo tiene la superioridad de sus mil novecientos años de existencia
sobre las ideas de las que Fogarazzo está tan satisfecho por ser modernas y que
acaso mañana habrán pasado. Lejos de querer modificarlo para ponerlo a la moda,
se puede pensar que su principal atractivo reside, por el contrario, en una
inmutable perennidad. Lejos de subordinarlo al siglo, se tiene el derecho de
amarlo por contraste y como refugio contra el siglo”[1].
La historia de la Iglesia es el relato de una larga confrontación con el
mundo.
Como recordaba Romano Amerio:
“Frente al Paganismo, el Cristianismo sacó a relucir una virtud opuesta,
rechazando el politeísmo, la idolatría, la esclavitud de los sentidos, o la
pasión de gloria y de grandeza: en suma, sublimando todo lo terrestre bajo una
mirada teotrópica, ni tan siquiera barruntada por los antiguos […]
De modo similar, ante los bárbaros la Iglesia no asumió la barbarie,
sino que se revistió de civilización; y en el siglo XIII, contra el espíritu de
violencia y de avaricia, asumió el espíritu de mansedumbre y de pobreza con el
gran movimiento franciscano; y no aceptó el renaciente aristotelismo, sino que
rechazó con energía la mortalidad del alma, la eternidad del mundo, la
creatividad de la criatura y la negación de la Providencia, contraponiéndose
así a todo lo esencial de los errores de los Gentiles […]
Y más tarde no se acomodó al subjetivismo luterano subjetivizando la
Escritura y la religión, sino reformando, es decir, dando nueva forma, a su
principio de autoridad. Finalmente, no se amilanó ante la tempestad
racionalista y cientificista del siglo XIX diluyendo o cercenando el dato de
fe, sino que, al contrario, condenó el principio de la independencia de la
razón. Tampoco acogió el impulso subjetivista renacido en el modernismo, antes
bien lo contuvo y lo castigó” [2].
Hoy, por el contrario, concluye el mismo filósofo y teólogo citando un
texto publicado en “L’Osservatore Romano” (25 julio 1974) la Iglesia
contemporánea “va buscando algunos puntos de convergencia entre el pensamiento
de la Iglesia y la mentalidad característica de nuestro tiempo”.
San Benito y sus hijos espirituales resolvieron satisfactoriamente el
conflicto sin traicionar a la verdad bajo el señuelo de una caridad que deja de
serlo si se falta a la primera porque el servicio de veracidad propio de la
Iglesia radica en su misión de caridad hacia el género humano.
Durante siglos, los benedictinos se acercaron a la humanidad no para
secundar su movimiento sino para invertirlo, para reconducirlo hacia Dios. No
parece tan seguro que el actual discurso oficialmente católico sea capaz de
alcanzar este objetivo cuando se instala en el fin último propio de la visión
antropológica y humanista: el triunfo y endiosamiento del hombre.
“Omnipotente y eterno Dios, que en este día [3], libre de las ataduras
de la carne, llevaste al cielo a tu santísimo confesor Benito: concédenos a
todos los que celebramos esta fiesta el perdón de nuestros pecados; para que
cuantos nos congratulamos de su gloria, mediante su poderosa intercesión,
logremos también asociarnos a sus méritos. Por nuestro Señor Jesucristo…” [4].
Padre Ángel David Martín Rubio
[1] Cit. por J. Ploncard d’Assac, La
Iglesia ocupada, 1974
[2] Iota unum, cap 1, 5
[3] En el rito romano tradicional se
celebra la fiesta de San Benito Abad el 21 de marzo, día de su muerte y entrada
al cielo (así como en otros monasterios benedictinos). En el novus ordo fue
fijada el 11 de julio, día que recuerda la Traslación de las reliquias de San
Benito desde Montecassino hasta el monasterio de Fleury, en Francia.
[4] Misal Romano, ed. 1962, Missae
pro aliquibus locis, 21-marzo.
Sobre Padre Ángel David Martín
Rubio
Nacido en
Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios
Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia
y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU, en la que fue
profesor. Actualmente es Párroco de Cañaveral, Canónigo Archivero de la
Catedral de Coria, Vicario Judicial y Profesor en el Seminario Diocesano de Cáceres
y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de
varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la
pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la
persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de
comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en
Libertad" y del portal "Desde mi campanario".
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