Por Victor Morales Lezcano
17.01,17 .- Está documentado que
Thomas Mann (1875-1955) empezó a concebir y redactar La montaña mágica a partir de 1911. Terminó la famosa (e, incluso,
farragosa) novela en 1923. La obra salió a la luz un año más tarde en la
prestigiosa editorial alemana Fisher Verlag A-G. En el lapsus histórico
transcurrido entre ambas fechas, Europa tuvo la oportunidad de medir, una vez
más, su capacidad autodestructiva; tanto con el rasero de la Primera Guerra
Mundial a sus espaldas, como con los denodados esfuerzos diplomáticos
impulsados para garantizar un futuro de paz y progreso mundiales en las
relaciones internacionales. Tal y como era concebido ese futuro por Albert
Schweitzer, Stefan Zweig y Emil Ludwig, entre tantos otros intelectuales
europeos de aquellos tiempos. Un mundo donde la conciliación pudiera exorcizar
otra guerra, merced al principio de seguridad colectiva, de la que era
salvaguarda la Sociedad de Naciones con
asiento en Ginebra. Es decir, se trataba de ahuyentar del escenario europeo a
“los cuatro jinetes del Apocalipsis”, según fue apodada la Gran Guerra por
Blasco Ibáñez.
Añadamos que Thomas Mann
y su hermano Heinrich nos legaron uno de los más apasionantes debates sobre la
guerra europea de 1914, que terminó por
involucrar al resto del planeta en su
agónico desarrollo de cuatro años de duración. Aquel fue un debate que hundió
sus raíces en, y se nutrió de, la enemistad secular entre la “civilizada”
Francia de la Ilustración y la “robusta” Alemania que configuró un espacio
estatal nuevo, del que fue artífice el “canciller de hierro” Otto von Bismarck
a partir de 1870. Debate pugnaz entre una cultura de notorias calidades
literarias y otra, antagónica, de poderosa creatividad musical. Es decir,
enemistad y pugna entre dos riberas: Montaigne, Molière y Victor Hugo, a un
lado del Rhin; Bach, Beethoven y Wagner, a la orilla derecha del legendario río
fronterizo.
En las páginas del
ensayo que generó el debate de los hermanos Mann, ambos intentaron relativizar el valor y las carencias de
los ecúmenes europeos enfrentados. En particular, desde
que la Paz de Westfalia vino a sellar por vía diplomática el cisma religioso de
la Europa moderna (1517-1648). Aquel en que la Reforma de la Cristiandad
suscitada por sus hijos protestantes colisionó con la paralela voluntad
católica que encarnaba la defensa de la ortodoxia romano-vaticana y del Imperio
carolingio, resucitado por la Casa de Austria desde el núcleo imperial hispano.
Ocurrió, sin embargo, que Thomas Mann vivió longevamente, aunque alejado de
Alemania, a partir del triunfo electoral y “rapto” anímico que llevó al poder
al movimiento nacionalsocialista (1933),
legitimando con ello el Tercer Reich. No pocas universidades de
California, como es sabido, codiciaron sin pausa al novelista alemán,
convertido en conferenciante de lujo hasta el final de sus días en 1955. Antes de despedirse de su presencia terrestre,
Thomas Mann publicó, sin embargo, otra novela “testamentaria” que tituló Doktor Faustus (Berlín, Suhrkamp Verlag,
1947).
Aquí es donde encaja
formular la cuestión que se encuentra en el disparadero. ¿Cuál es el hilo
narrativo que conecta el Doktor Faustus
de Thomas Mann tanto con la presunta fijación luterana en torno al diablo, como
ocurre también con la dramaturgia de Goethe en su obra de culto titulada Fausto?
Título que no obsta para que el
personaje catalizador de la obra sea realmente Mefistófeles, la
encarnación diabólica del mal. En Doktor Faustus se narra la historia de un compositor musical que renuncia al amor
y a la sabiduría para entregar su existencia a Mefisto, a cambio de consagrarse
con frenesí a la construcción de un refugio ermitaño que lo ponga a salvo de
todos los mundanos asedios, mientras el mundo se desangra con belicosidad
desgarradora, hasta consumarse la
Catástrofe de Alemania en 1945. Thomas Mann configura de esta manera el paisaje alegórico de una Alemania hechizada
por la pasión de mando que termina por convertirla en una ruina de escombros.
Puro corolario real de la bíblica advertencia: También tú perecerás por la espada. Aquella fue la Alemania del
Tercer Reich, culpable, esta vez, sí, (aunque no lo fuera de la conflagración
de 1914) de la destrucción de sus entrañas al entregarse al maligno
Mefisto, que llegó a banalizar su acción
destructiva a partir de la madrugada del 1 de septiembre de 1939 al invadir la
Wehrmacht la frontera alemana con Polonia. Esta convicción alegórica condujo a
Thomas Mann a tomar la decisión de no regresar a Alemania y de transmitir a los
demócratas occidentales su sentido de corresponsabilidad en la Catástrofe que
se consumó en la primavera de 1945. Ello le llevó a decir —recordémoslo— yo también soy Adolph Hitler, en una conferencia pronunciada en The
Library of Congress (Washington DC), asumiendo la responsabilidad de
cualquier buen alemán en la infausta acción bélica de entonces.
A partir
de lo anteriormente expuesto, conviene
recordar que, entre 1944-1948, una fijación recorrió cientos de mentes y miles
de páginas, emisiones radiofónicas, diarios de sesiones parlamentarias
sostenidas durante la celebración del juicio de Núremberg (noviembre de
1945-octubre de 1946). Se trataba no solo de probar la culpabilidad de los
altos mandos nazis en el desencadenamiento de la guerra, sino de saber, además,
si Alemania era “reformable”, si un
proceso de “desnazificación” (bajo la ocupación territorial por las potencias
aliadas) podría generar en el futuro un logro transformador tal que garantizara
el renacimiento de los grandiosos activos históricos de Alemania. Una
transformación, en suma, que contrarrestara los recurrentes atavismos
resultantes de la copulación habida entre el militarismo de raigambre prusiana
y el ulterior partido-milicia (PNSA), nutrido de nacionalismo populista desde
sus albores muniqueses. Cuesta hacerse una idea de lo que caló en la opinión
pública de aquellas fechas la, entonces, cuestión palpitante: ¿cómo “enderezar”
Alemania (árbol de un suelo nutricio europeo infecto)? ¿Cómo rescatarla de un
atavismo recidivo? ¿Seguía vagamente vivo, quizás, un difuso recuerdo de las
tribus de procedencia esteparia —los hunos— que recurrían al
pillaje, cuando no a la destrucción de las poblaciones limítrofes en las
fronteras del Imperio romano tardío? No
en vano, en varios discursos de guerra (war
speeches) Churchill se refirió a la
detención de los hunos (Tercer Reich) y su ulterior destrucción como objetivo
supremo de la Batalla de Inglaterra entre 1940-41. ¿No habrá sido el Tercer
Reich la reedición contemporánea de un milenario espantajo euro-asiático? ¿No explicaría el
final de la Segunda Guerra Mundial la voluntad de erradicar de la historia (al
conjuro de Deutschland
delenda est) la recurrencia germana a la destrucción del orden imperial de
raíz romano-británica y que terminó por despertar su antagonismo outrancier ? La plana mayor
de los intelectuales de Occidente intervino en el debate. ¡Echó esta élite, con
decisión, su cuarto a espadas, y se contradijo, a veces!; como podemos
comprobar en octubre de 1948, cuando
Bertrand Russell, Arnold Toynbee, Rebecca West, J.-P. Sartre, Arthur
Koestler, Victor Guillancy y Carl Zuckmayer, entre otros, colaboraron en una
revista de vanguardia, y que vio la luz
en la posguerra (Der Monat) en torno
a la cuestión de “el destino de
Occidente”, título genérico de claras resonancias evocadoras de la más
divulgada obra de Spengler. Este documento, leído hoy, sabe a cosa del pasado,
aunque la pregunta palpitante siga siendo (Alemania, aparte) por qué las
corrientes y tendencias colectivas muestran, testaruda y testamentariamente, su
inclinación a no querer jubilarse jamás. Lo apunto, debido al resurgimiento de
desvíos populistas e incluso etno-nacionales que están reverdeciendo en la
Europa de principios del siglo XXI, minando, en cierta medida, el legado
demo-liberal que salió airoso del enfrentamiento destructivo y catalizador de
la historia del mundo actual que llamamos Segunda Guerra Mundial.
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