Estocolmo", por Juan Alcalde
por Julia Sáez-Angulo
17.07.2020 .- Madrid
Lo más triste de París nos llegó con la noticia del cáncer de mi mujer, Conchita. Yo no pude reaccionar, porque no me lo creía; mi ánimo se resistía a aceptarlo, porque me parecía absurdo que aquella enfermedad me llegara a mí de la manera más dolorosa que podría hacerse, a través mi esposa. Fueron meses de lucha médica y combate científico contra la enfermedad innombrable, pero al final ella, la maldita enfermedad, que se llama cáncer nos ganó la partida.
Enterramos los restos mortales de Conchita Moreda en el cementerio parisino de Montparnasse. Fue la mejor esposa y compañera de un artista.
El dibujo y la pintura volvieron de nuevo en mi ayuda, como tabla de salvación para enjugar el llanto y amortizar el luto. Me entregue a pintar de modo desaforado, desesperado, porque sabía que a Conchita le hubiera gustado que lo hiciera. La galería Biosca seguía exponiendo mi obra en Madrid y Dalmau en Barcelona, con resultados excelentes de ventas, pero yo me sentía apagado y triste si no pintaba, por lo que no hacía otra cosa que mover los pinceles para amortiguar el recuerdo y la pena. Hice una serie muy blanca sobre Praga, con sus calles y fachadas, sus iglesias de roleos y torres acebolladas, siempre con depuración de líneas, con trazos escuetos que dejaran tan solo la esencia de las formas, casi dibujísticas. Fue un éxito colosal en Madrid. Un reconocimiento que me animó. Verse reflejado en la aceptación del público y, sobre todo de los coleccionistas que adquirían mi obra, fue el mejor aliento para mi espíritu alicaído.
Invité a cenar a una mujer cercana a la galería Biosca, una muchacha treintañera atenta, despierta e inteligente que leía libros. Me contaba, mientras cenábamos, que su mayor placer estaba en la narrativa. La literatura era su mundo, más allá de la pintura. La juventud y la risa de aquella mujer treintañera me levantó el ánimo durante mi estancia en Madrid, mientras duró la exposición de la serie Praga. Cuando regresé a París, ella y yo seguimos hablando por teléfono, a propósito de cada una de las sucesivas ventas de mis cuadros; ella me lo comunicaba con alborozo. Yo le decía entonces que sería un buen pretexto para volver a celebrarlo juntos con una buena cena en Madrid.
Yo no viajé a la capital de España, pero ella si lo hizo a París. Un día en el mes de junio, la española se presentó de improviso en mi estudio parisino, alegando un viaje a la Ciudad de la luz. La invité a cenar y mi sorpresa fue mayúscula cuando me plantea que le gustaría casarse conmigo, pero vivir en España. A ella le apenaba residir lejos de su familia y además no sabía francés, me explicó. Le dije muy halagado que lo reflexionaría pues no era fácil cambiar de nuevo el país de residencia, el suelo y el techo que me cobijaban por el momento. Me gustaba el anonimato de París, aunque también echaba de menos la algarabía y los amigos con sus reuniones y fiestas en Madrid.
Acabé por responderle que sí, pues la idea de empezar una nueva vida podría ser estimulante. Volver a residir en Madrid no dejaba de ser una vuelta al origen, máxime a la ciudad que me vio nacer.
Nuestra boda fue sencilla, pero entrañable en la capital de España. La celebramos con un buen grupo de amigos pintores y conocidos en la galería Biosca. El traslado de todo mi utillaje no se hizo esperar, a un gran apartamento en el barrio de Chamberí al que yo incorporé el estudio.
Mis viejos amigos y colegas nos invitaban a sus casas madrileñas. Eran los años finales de los 70 y comienzo de los 80, España bullía con deseos de cambio y apertura. Las costumbres se habían desmadrado a extremos que me parecían más audaces, también más ingenuas, que en París. Recuerdo que una noche de verano tórrido nos invitó a cenar un amigo escultor, muy de izquierdas, casado con una alemana y, al llegar a su enorme y lujoso chalet, situado en la sierra madrileña, nos dijo la anfitriona que, si no llevábamos traje de baño podríamos desnudarnos para entrar en la piscina. La gente en pelota picada se esparcía por el césped y se retiraba a copular en los rincones de la finca sin pudor alguno.
Resultaba un tanto embarazoso todo aquello para mi esposa y para mí. Esto va a acabar en orgía, me dije. Con el tiempo, este tipo de actitudes en España fueron moderándose, porque los protagonistas se dieron cuenta –a más de uno se le amonestó de una u otra forma- de que la vida no era sólo cuestión de formas sino de pensamiento. En el fondo, los protagonistas de aquella movida madrileña no eran más que simples provocadores o burgueses, que deseaban epatar a otros burgueses o bohemios más que personas comprometidas. Hay un tiempo para todo, decía yo, cuando me ofrecían hierba para fumar. Yo ya he pasado de eso. Nunca la fumé.
Resultaba un tanto embarazoso todo aquello para mi esposa y para mí. Esto va a acabar en orgía, me dije. Con el tiempo, este tipo de actitudes en España fueron moderándose, porque los protagonistas se dieron cuenta –a más de uno se le amonestó de una u otra forma- de que la vida no era sólo cuestión de formas sino de pensamiento. En el fondo, los protagonistas de aquella movida madrileña no eran más que simples provocadores o burgueses, que deseaban epatar a otros burgueses o bohemios más que personas comprometidas. Hay un tiempo para todo, decía yo, cuando me ofrecían hierba para fumar. Yo ya he pasado de eso. Nunca la fumé.
"Ciudad", por Juan Alcalde
En la nueva vida matrimonial comencé a sentir una extraña soledad que no conocía: la soledad del que se encuentra en compañía. Con mi primera mujer no había tenido aquella sensación, pero ahora se hacía más evidente y profunda. Comencé a sentir una apatía grande, con escasas o nulas grandes de pintar. Ni yo mismo me reconocía en Madrid. Caí en una terrible depresión de la que no parecía salvarme ni el acto de pintar, panacea hasta entonces de todos mis males. La vida se me antojó de pronto absurda y sin sentido. ¿Qué hacía yo allí en aquel espacio y en esta vida viviendo con alguien que parecía estorbarme para pintar? Yo necesitaba estar solo de nuevo para poder llevar una vida ajustada a la pintura y a nadie más. La culpa o la responsabilidad de la nueva situación era toda mía. No debí haberme casado
Ella, mi segunda esposa y yo decidimos separarnos amigablemente como pareja y seguimos hablando de vez en cuando entre nosotros con naturalidad. Como antes. Mi espacio para vivir y pintar sigue en un amplio ático en el barrio de Chamberí desde el que se divisan las torres de la Moncloa y la sierra de Guadarrama. Alcanzo a ver las cimas blancas de la sierra velazqueña cuando nieva en los días de invierno. Es una casa-estudio donde trabajo a solas y me alojo con comodidad. Yo pensaba morir en París con aguacero, como decía el poeta Cesar Vallejo, pero ya no lo creo así; lo haré, si todo sigue igual, en Madrid para cerrar el círculo de mi vida. Una ciudad de nueve meses de invierno y tres de infierno, según reza el dicterio sobre Madrid. Una ciudad grata. Sería bonito morir en el otoño madrileño, cayendo de pronto al suelo como una hoja más de los plátanos del boulevard donde resido.
No sé que será de mí en el futuro, pero de momento me las arreglo perfectamente a solas. Quiero dejar las cosas bien atadas, lo cual quiere decir que las cosas irán a su aire, como quieran hacerlo, sin que yo lo pueda ya remediar. He dispuesto incluso mi funeral: que me quemen y que las cenizas las arrojen inmediatamente en el W.C. más cercano. Yo no tengo un sentido sacral del cuerpo cuando ya está muerto y tampoco creo en el más allá, así que será lo mejor que se puede hacer con un cadáver, para que no estorbe demasiado ni ocupe espacio. Algunos amigos me dicen que esa decisión es una extravagancia más de mi vida. Será de mi muerte, les corrijo, pero ellos insisten en que la decisión ha sido tomada en vida. ¡Qué más da!
Continuará mañana con el capítulo V y último
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