© Mila de Juanes
Esa tarde el pastorcillo estaba sentado en la montaña en una ladera con mucha pendiente cerca de la cima. Desde allí vigilaba concienzudamente a su rebaño. El pastorcillo tocaba melódicamente la armónica, soplaba con sus labios, y desde la nitidez de ese aire llegaba hasta sus oídos una dulce melodía que le hacía reponer fuerzas y vitalidad en la placidez de la tarde. Cuando se encontraba en lo más intenso de esa confortante actividad, debido a un descuido, vio cómo su cayado rodaba ladera abajo sin que nada se pudiera hacer para impedirlo. El cayado rodó y rodó hasta el valle, y dando vueltas cayó al arroyo, desapareció en las aguas que tenían por allí su paso diariamente.
Esa tarde el pastorcillo estaba sentado en la montaña en una ladera con mucha pendiente cerca de la cima. Desde allí vigilaba concienzudamente a su rebaño. El pastorcillo tocaba melódicamente la armónica, soplaba con sus labios, y desde la nitidez de ese aire llegaba hasta sus oídos una dulce melodía que le hacía reponer fuerzas y vitalidad en la placidez de la tarde. Cuando se encontraba en lo más intenso de esa confortante actividad, debido a un descuido, vio cómo su cayado rodaba ladera abajo sin que nada se pudiera hacer para impedirlo. El cayado rodó y rodó hasta el valle, y dando vueltas cayó al arroyo, desapareció en las aguas que tenían por allí su paso diariamente.
Al
punto cambió el semblante del pastorcillo y permaneció un tiempo en estado de
lacónica tristeza, sin que en ese tiempo su corazón llegara a albergar ninguna
palabra de confianza. Entonces juntó sus manos y al instante cayó al suelo la
armónica que tenía asida. El instrumento musical también se precipitó ladera
abajo sin que fuera detenida por ningún matojo. Según rodaba la armónica el
pastorcillo deseó, esperó, rezó para que su instrumento de viento fuera
detenido por algún matorral. Pero no.
El
pastorcillo en lo más profundo de su corazón vaciló, dudó en lanzarse ladera
abajo para alcanzar la armónica. Entonces se oyó la voz del pastorcillo como en
un susurro:
-
“Me da igual”
El
pastorcillo había oído su propia voz y se sorprendió de esa imagen que le
devolvieron las palabras. Una imagen de la inmovilidad, la indiferencia, la
tibieza… Había aceptado esas despedidas de sus posesiones con un aparente
sentimiento de serenidad a la vez que el infortunio poblaba su alma. ¿Qué haría
en adelante despojado de su entretenimiento y diversión? Tanto el cayado como la
armónica habían sido para él verdaderos asideros donde el pastorcillo se
apoyaba en sus momentos de decaimiento y desconfianza.
Reflexionó
el pastorcillo, ¿cómo podría recuperar los instrumentos que tan útiles les
habían sido? ¿Qué estrategia habría de emplear ahora? ¿Qué astucia? ¿Qué
fuerza? Meditó el pastorcillo y en esa meditación se interrumpía y se
contradecía a cada instante.
En su
ilación de pensamientos se detuvo y pensó otra cosa. No, no, una mirada demasiado fija sobre sus
posesiones perdidas podría hacer insostenible los días. Ya aparecerá otro
cayado, otra armónica. No iba a estar prestando atención a algo que había
ocurrido inevitablemente. Pero, ¡ah! Su pensamiento persistía en el momento que
se estaba deslizando la armónica montaña abajo, hubiera podido cogerla con un
mínimo esfuerzo voluntarioso. Pero no.
No se
detendría a mirar demasiado lo que no merecía la pena, lo que ya no tenía
remedio. Si él no miraba con nostalgia o añoranza lo que había pasado podría
soportar mejor la vida.
No
obstante el pastorcillo vacilaba y dudaba sobre hacer esto y aquello, o hacer
lo otro y lo de más allá. Las horas posteriores a la desaparición del cayado y
la armónica le parecieron desesperantes, fue un tiempo amontonado,
incorregible. El pastorcillo convocó a
multitud de sentimientos, y en un debate táctico ganaron los que no había que
ir a buscarlos a grandes profundidades. En su corazón no deseaba lo suficiente
la armónica y el cayado como para meterse en determinados berenjenales. En
realidad era una desgracia tan minúscula que le avergonzaba sentirla.
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