Antonio Domínguez Rey
Catedrático. De la Asociación Española de Críticos de Arte. AECA/Spain
El arte no es una necesidad, ni siquiera secundaria.
Puede resultar urgencia para el artista, bien por razones económicas bien
existenciales, éstas entonces primarias. El primor de encontrar sentido a la
vida con el pincel, la pluma o una uñeta en la mano, o los dedos al piano.
Nadie muere, sin embargo, por necesidad artística innata, aunque de ello pueda
derivarse una desgracia. Para la exégesis materialista, el arte es una
superestructura.
Con todo, existe un arte innecesario. Aquél que, existiendo,
nada perderíamos si no se hubiera realizado. En raíz, tampoco ninguna obra
suprema sustituiría al hombre. Nos movemos entre dos franjas de un límite. Y si
a la línea remitimos, o al contorno, o a la extensión química del color; al
esbozo, la figura delineada, la superficie sugerida; a la representación, o a
su ausencia, o al horizonte de la visión más allá, pero desde el acá del punto
de mira, de la curva o giro para que el perfil adquiera rostro, por ejemplo, o
se desfigure, en reverberación múltiple de la materia inicial, primaria… Al
fijar un punto, un ápice del proceso artístico, comienza un mundo evocado, un
aura de sentido antes inexistente. La única dimensión que justifica ese momento
es la del arte en sus varios atributos y títulos.
Si hay revelación de sentido, la forma, ésta o
aquélla, incluida aquí la que se desforma o solo insinúa, sin enunciado, hasta
sin sentido —deshumanización—, su fragmento, nos adentramos en el dominio del
arte. Su origen es gratuito, azaroso. Llega, acontece. Y trae consigo un halo
de germen, un haz o brizna de ritmo. Ya ha formado un pliegue o distendido un
gesto que, moviéndose, ensarta el espacio, el tiempo, el modo ahí naciente, la
respiración modulada, el cuerpo. Si se mueven entonces pies, manos, torso, esa moción
es danza; si la línea sobre el papel, dibujo; si el sonido, música; si el tono
y la voz, o letra en silencio, poema; si el color, pintura; si el martillo y el
cincel, escultura…
El hombre sí necesita sentido revelado en la vivencia
del ritmo que es su vida. Le abre un horizonte, una dimensión de existencia con
relieve.
Todo arte remite, de una u otra manera, a este origen
o célula vibrátil de un tejido que plasma, como obra, su destino. Y aquí
alcanzamos el sentido que abre horizonte, funda historia, requiere crítica o
juicio del hacerse, realizarse la obra, venir a presencia del hombre como
instauración de mundo. Tal es la revelación de la creación humana.
Podríamos decir, pues, y radicalmente —radix,
raíz— que la forma u obra carente de esta vibración originaria resulta
innecesaria.
Esta reflexión acudía a mi mente paseando con cierta
morosidad y pausa, en momentos, por los pasillos de la última feria de arte
titulada ARCO, celebrada en el mes de febrero. Hacía años que no visitaba esta
manifestación imponente del reflejo artístico contemporáneo. Dejé de asistir
después de la cuarta exposición, creo que en 1985, al cuarto año de
inaugurarse. Me cansó su colorido comercial y, sobre todo, la pleitesía del
diseño y plasticidad del “marketing” consumista. La decoración llegó incluso a
sugestionar el reclamo estético de la percepción manipulada por el complejo de
la imagen mercantil. Si no había ventas suficientes, la feria fracasaba. En
realidad, ARCO se monta para eso, como toda feria de arte. Vender obra es el
objetivo de las galerías. Muestran excepciones notables de auténtico valor
artístico, el acicate de compra, pero en general predomina la razón de mercado.
Y aquí entran los agentes mobiliarios de las finanzas intermedias: asesores,
marchantes, críticos, inversores, mecenas, medios, ojeadores de banca,
instituciones, coleccionistas… De este mundillo se desprende un halo
estratégico que condiciona hasta la tendencia del estilo en venta. Y surge un
olor cromático de plasticidad imperante en las páginas subvencionadas por los
medios comprometidos con el resultado de las inversiones. Va en ello mucho
compromiso de subsistencia y rendimiento económico.
Obra de Baselitz
Obra de Baselitz
Este resplandor condicionado del valor artístico es
precisamente lo innecesario del arte convertido en reflejo financiero. Y la
mayor parte de las ventas responde a esta presión sabiamente urdida. El recinto
de la feria funciona entonces como un gran marco o cubo dividido en
compartimentos. Cada uno con su reclamo, llámese éste Georg Baselitz, Antonio
López, Anish Kapoor, Juan Muñoz, un guiño de Miró, Picasso, una cabeza reducida
de Gargallo, o simplemente un Velázquez salpicado con pasta blanca, entre
dentífrica o pictórico-tubular. En un recodo, no lejos de Baselitz, y en
formato grande, esquinado respecto de otro similar en tamaño de Barceló, el
reclinatorio (“Prie-Dieu”) de Yan Pei-Ming (la nota teológica de ARCO-2016, sin
contar alusiones un tanto ingenuas de otros artistas al símbolo de la Cruz). Un
reclinatorio con trazos de color púrpura carmesí enfatizado en el
almohadillado, cruz sombría en el centro de la apoyatura, y frente metido en un
lienzo mudo y denso de pasta cenicienta, mar ciego de pintura e interrogante
opaco ante la oración evocada, vacía. ¿Deus absconditus? Probablemente
la respuesta al silencio imposible del ruido latente de la feria y mundo en que
vivimos. Algo francamente innecesario para el sistema financiero.
Los extremos de la línea o espacio sutil del
movimiento originario y del contexto expositivo tal vez lo fijaron John
Baldessari y Tino Sehgal. El primero con una declaración reveladora de la
actualidad artística: “No haré nunca más arte aburrido”. Y el segundo, con una
muestra de situacionismo constructivista ("constructed situations”) a modo
de representación (“performance”) animada de “El beso” en la historia del arte.
Una reproducción viva del beso escultórico (Rodin, Brancusi), pictórico
(Kandinski, Klimt), kitsch (Jeff Koons), escenificado por una pareja
desnuda. Una reposición (“revival”, diríamos) de la intersubjetividad ensimismada.
Con una intención peculiar de fondo. Acompasar el espacio real del contexto con
la vivencia del instante y la obra animada. Visión conjunta de objeto y sujeto
vidente (“voyeur”).
Tino Sehgal denuncia de este modo la proliferación de
objetos innecesarios en el arte. Revive el consejo piadoso de Ortega y Gasset a
los escritores de libros innecesarios en la primera mitad del siglo XX. Piedad
del lector, suplicaba. Tino Sehgal renuncia a crear nuevas obras por existir ya
sobresaturación de objetos, necesarios e innecesarios. Prefiere que el
espectador se integre en el espacio y lo convierta en obra. Así procedía el
teatro de vanguardia a principios del siglo XX. Vivimos en una dimensión
permanente de actuación representativa (“performance”). Las nuevas tecnologías
incrementan esta actualidad dramática. Hay artistas dotados por la naturaleza
que no saben qué hacer con sus cualidades. Les falta imaginación, sentido
poético.
El límite se sitúa realmente en la línea fronteriza
del reclinatorio vacío de Yan Pei-Ming ante la inmensidad de la pasta procelosa
sin respuesta de sentido, el gesto reactivo de John Baldessari, la reanimación
de Tino Sehgal, o la simple proyección con dos focos de color azul y naranja en
la pared, de Ann Veronica Janssens. Dos senos lumínicos, uno con difracción
rosa y verduzca de cometa en alborada marina (“Orange blue sea”). El
reduccionismo del color, de la línea, volumen, trazo, papel, contrasta con el
espectáculo, el parque infantil y la escenificación del desnudo simple, como el
del artista mejicano Emilio Rojas circuido en una pila de palés de fábrica
tocados de rojo indio, mango o esmeralda. ¿Arte necesario para exponer la
evidencia del abuso laboral y del mercado artístico? Difícil creerlo. Agotado
el intersticio de la imaginación, el roce alzado del pincel siguiendo la línea,
contorno y decurso del tacto, el tempo del pulso vibrante en el punto continuo
y modulado de la superficie, el arte fenece. Y por falta de talento compresivo,
de síntesis creadora. Comparando el taller del pensamiento con la obra del
tejedor en la lanzadera, dice Mefistófeles en el Fausto de Goethe: “Que un solo
golpe anude mil hilos”. Y Ortega convierte la frase en norma del escritor:
“cada palabra valga por otras ciento”. El impulso intuitivo de la trama vital,
cuyos ingredientes son, según Dilthey —Ortega siempre atento—, “azar, destino y
carácter”. Vértices de la intuición creadora.
Ignoro si Antonio López piensa en este toque vibrante
y mínimo de la realidad y sus elementos cuando la pinta sin reproducirla. De su
“Mujer en la bañera” puede decirse lo mismo que decía Magritte de su cuadro
“Esto no es una pipa”. La realidad aquí pintada no es real, sino “fingida”, el fictus
que la imaginación trascendente aporta al conocimiento con el mínimo de
suspensión analógica o marco de equivalencias. La evocación también merma, pero
el arte sigue vivo. La transparencia de colores suavemente fundidos en los
interplanos de bañera, línea del agua, azulejos, sobre la carne del cuerpo
apoyándose sutil (mano izquierda sobre el borde del mármol) en el fondo y
respaldo; el gesto más bien comedido de la mujer; el ocre azulado y mohoso en
torno al pubis; la sombra disuelta a los pies y el reflejo de las piernas sobre
el amarillo ferruginoso de la bañera; las arrugas del estómago; el contraste
con el saliente fálico del caño o asidero, etcétera, nos inmergen en una
secuencia simbólica que trasciende la realidad aparente. La pátina del
contexto. La conciencia del volumen tenue del agua también afecta al tiempo
vivido. Cada instante suyo vibra, sustancia.
Fijar el punto emotivo de la realidad siempre
inaprehensible. El nervio del arte.
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