Julia Sáez-Angulo
26/5/19 .- Madrid.- El filósofo
Jorge Santayana decía que la vida no es para comprenderla sino para vivirla. La
vida conlleva el arte de la madurez que reconduce los anhelos y sueños de la
mente a una realidad aceptable, seguramente la de sufrir lo menos posible
dentro de que el sufrimiento forma parte del claroscuro vital.
La obra de Rocío Bello en el Teatro
Español, titulada Mi película italiana,
se desenvuelve bien, con siete artistas mujeres que condensan la memoria
familiar y el devenir de las generaciones. La obra está dirigida por Salva Bolta. Los varones están ausentes pero
existen, se les cita. Hay humor, amor, drama y cierta tragedia en esas vidas de
apariencia muy real, que nos traen y nos llevan con naturalidad por sus
distintas escenas, inquietudes, sueños, convivencia y desavenencias
puntuales...
Todo va bien hasta ese final extraño
por inesperado, sin que ese no esperar sea positivo. En mi opinión es un final
fallido, cuando se acaba con la boda feliz o la muerte; es simplista,
reduccionista y/o edulcorado o siniestro. La esperanza de la vida abierta y que
continua es lo más sugerente para el espectador.
Claro que Bello puede hacer lo que
quiera con su obra, pero los críticos también tenemos derecho a opinar y
sugerir la esperanza, al menos de la continuidad y no el bronco corte que no
invita a la esperanza ni a la imaginación. La vida como pasión inútil, ya lo
señaló Jean Paul Sartre.
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Por decirlo de otra manera: Prefiero
el Chejov de El tío Vania, al de la
obra La Gaviota; el mismo escritor
ruso lo supo para las obras posteriores... Esto es lo que hay.
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