Pertenecemos una familia residente en territorio riojano desde el Medioevo, cuando Don García Sánchez el III, monarca del reino de Nájera-Pamplona, cabalgaba, durante el siglo XI, por caminos y veredas de la sierra de la Demanda y se acercó con su halcón en la mano hasta las profundidades del bosque; allí encontró, en una cueva, la imagen de una Virgen y una terraza con azucenas. El rey quiso dar culto a aquella imagen escondida para salvarla de la incuria musulmana, por lo que Don García el de Nájera ordenó la construcción de un monasterio, el de Santa María la Real de Nájera y creó la Orden de Santa maría de la Terraza, una de las órdenes militares más antiguas de Europa.
La sierra y el río Najerilla cercanos al monasterio proporcionaban el viento y la humedad precisa sobre nuestros campos y viñas, para hacer brotar dorados cereales y cuidados vinos.
A finales del XIX, mi tatarabuelo paterno, Antonio, era el mejor viticultor y el mejor criador de vinos en sus bodegas cercanas al río Yalde. “Los vinos no se fabrican, se crían”, nos explicaba a los nietos, a quienes enseñaba a comer la uvas grano a grano, tomándolos con la mano, y no con la boca, como a veces hacíamos para probar nuestra pericia en alcanzarlos. Las cubas y barricas iban desgastándose después de tantos años acogiendo el mosto en su seno, por lo que mi tatarabuelo hizo llamar a un maestro cubero para que las reparase y ampliara su bodega con otras nuevas. El joven que le enviaron del País Vasco se llamaba Koldo Amezúa y procedía de un caserío de Bérriz en el norte; la concordancia vizcaína de sus frases dejaba bastante que desear para entenderlo, pero el tatarabuelo y el maestro cubero acabaron por entenderse y entre ambos llevaron a cabo con eficacia el adecentamiento y ampliación de las bodegas.
Koldo Amezúa era un muchacho fuerte y bien parecido, que no tardó en fijarse en Máxima, la hija única, bella y rica heredera del tatarabuelo. Ambos se miraron, hablaron con pocas palabras, se desearon y acabaron en boda. A los pocos invitados que acudieron a la ceremonia nupcial desde Berriz, se les situó solos y en una mesa aparte del banquete, porque no había manera de entenderse con ellos, ya que hablaban su lengua de caserío y apenas si conocían la extendida lengua de Castilla.
Todo iba bien en la familia, hasta que el apellido vasco Amezúa empezó, a tomarse como un apodo despectivo en el pueblo para los descendientes de Koldo y de Máxima, algo que no gustaba precisamente a los afectados. En los 60, los Amezúa descubrieron que algunos de los descendientes sucesivos nacían con Rh negativo en la sangre, según les explicó un médico avezado, debido a la sangre vasca en la familia, lo que llevaba a ciertas complicaciones de supervivencia y salud en los recién nacidos. Había que renovarles la sangre. Varios bebés murieron por esta razón; el pueblo tomó este hecho como una maldición de los Amezúa.
La situación se enredó, todavía más, en los años de plomo, 1970-80 de la banda terrorista vasca ETA, sanguinaria y cruel como ninguna otra en la Historia, porque los jóvenes de nuestra familia que portaban el apellido vasco eran detenidos en sus vehículos por la Guardia Civil, cuando recorrían las carreteras del territorio de la Demanda; les pedían la documentación del vehículo y de ellos mismos, por el simple dato de tener apellido vasco. Mi primo Jose contaba como una metralleta de un guardia civil se metió por la ventanilla de su coche y le apuntaba la cara. Se les tomaba como posibles sospechosos de terroristas infiltrados en La Rioja, procedentes del país norteño de los nacionalistas recoge-nueces, aquellos que amparaban a los terroristas de fauces sangrientas y se beneficiaban sus muertes y fechorías. A veces mis jóvenes primos quedaban detenidos en el cuartelillo de la Guardia Civil, hasta la aclaración correspondiente.
Las jornadas de atentados terroristas llenaban de sangre y féretros las calles, seguidas de los balcones con banderas a media asta y crespones de luto en ellas. Esos días era más peligroso salir con los coches a las carreteras.
Toda la familia acabó poco menos que por detestar el apellido vasco que tantas contraindicaciones vitales tenía.
Las nuevas generaciones ampliaron aún más las bodegas riojanas de la familia, pero obviaron denominar a su nuevos vinos con el apellido vasco, que tantas complicaciones traía en sus vidas. ¡En buena hora la bisabuela Máxima Sáez se casó con el maestro cubero Koldo Amezúa!, se lamentaba en la casa durante los años de plomo.
El abuelo Amezúa, elegido alcalde del pueblo, fue invitado a la ceremonia del inicio del Patronato de Santa María la Real de Nájera entre riojanos, navarros y vascos en el citado monasterio. Allí están enterrados los reyes del reino de Nájera-Pamplona; los López de Haro, señores de Vizcaya y los Manrique de Lara, duques de Nájera. Una buena conjunción de datos y nombres históricos para entender que las fronteras entre territorios son trazas artificiosas y discutibles de separación entre los hombres, que solo las voluntades y los matrimonios unen de verdad. El abuelo así lo contaba a sus nietos en su deseo de pacificación de los ánimos, pero mis primos seguían hartos de su apellido vasco durante los años duros de las Parabelum y muerte. Ni un solo vino de las bodegas de nuestra familia se denominó Amezúa. Eran los años plomo, dolor, muerte, para unos, y recoge-nueces, para otros.
Julia Sáez-Angulo
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