lunes, 18 de abril de 2022

"El desierto de los tártaros" (1940), libro impactante de Dino Buzzati, para no olvidar



Julia Sáez-Angulo

    Hay lecturas que marcan a uno, como la meditación en una noche prolongada y obscura. El desierto de los tártaros (1940) de Dino Buzzati fue una de ellas. Es entonces cuando la magia de la lectura parece existir y se toca con el silencio sobrecogedor y la poesía envolvente de una historia bien narrada: la del teniente Giovanni Drogo, devenido oficial, en la fortaleza Bastiani, perdida en la frontera con el desierto de los tártaros que un día atacaron y que podrían volver a hacerlo.

No es un libro de actualidad, porque fue escrito en 1940, pero guarda la belleza y la frescura de una obra clásica, es decir permanente, que trasciende el tiempo por la fuerza de su escritura, con apenas argumento. Fondo y forma se imbrican con una pasmosa fluidez, están machihembrados sin solución de continuidad. 

Pocas veces un libro te arrastra a las profundidades del relato. Escrito con narrador omnisciente, la lectura nos introduce de lleno en la atmósfera espesa y silenciosa del baluarte, de la mente de Drogo, en la mentalidad confusa y domesticada del militar protagonista. Todo resulta fantasmagórico, como un cuadro surrealista que sobrecoge. El libro me “golpeó”, como dicen los italianos. Me impactó. Lo leí en una edición de Alianza.

Una aventura sin historia o una historia sin aventura. Pero El desierto de los tártaros guarda hitos y quiebros, para alertar al oficial y al lector al mismo tiempo. Todo transcurre en un no-lugar geográfico real, por lo que es metáfora de todos los lugares del mundo y de todas las vidas.

Curiosamente, el libro de Dino Buzzati (1906-1972), a veces, me traía a la memoria Esperando a Godot, la obra dramática de Samuel Becket, donde casi todo es diálogo, pero también cruza la idea del silencio y la espera.

Algunos han visto en El desierto de los tártaros una atmósfera kafkiana, yo no lo veo así. La poesía que transpira la obra de Buzzati es más fluida y menos ominosa que el ambiente del escritor checo. El libro está escrito por un periodista del Corriere della Sera, Dino Buzzati. ¿Quién ha dicho que los periodistas narran solo “como periodistas” cuando escriben narrativa? Los casos de brillantes narradores periodistas son muchos, para rebatir ese dicterio sin más, si bien Buzzati quiso siempre que lo calificaran como periodista, que de vez en cuando escribía relatos.

Más adelante, el escritor Coetzee, premio Nobel 2003, escribió una novela que parangona de algún modo el título del libro italiano, se trata de Esperando a los bárbaros (1980). Nada que ver, salvo esa alusión de espera. Toda una metáfora de la vida del hombre en espera, con sus sueños, rutinas, monotonía, aspiraciones, decepciones y reajustes sobre la marcha en el trascurrir del tiempo -esa es la clave decisiva-, pero sin aspaviento melodramático alguno.

La primera edición de El desierto de los tártaros llevó como ilustración de portada una pintura del propio Buzzati, que dominaba el arte del dibujo y los pinceles (Saint Exupery hizo lo mismo con sus ilustraciones en su libro “El Principito”)

El desierto de los tártaros se me antoja una obra maestra, lograda, redonda. Una novela que solo aparece en su singularidad de cien en cien años. El libro fue llevado al cine por Valerio Zurlini en 1976, pero ciertamente la película, sin estar mal, no llega a la altura sublime de la novela.

    Con el tiempo supe, que el libro El desierto de los tártaros también le había gustado al escritor Jorge Luis Borges. Me alegré coincidir con él.

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