Víctor Morales Lezcano
Creo que fue J. G. Herder (1744-1803) −o, al menos, es a él a quien se le atribuye− el autor de la metáfora siguiente: “La cultura es la flor del destino histórico de cada pueblo”.
La cultura −sea de tipo estético, científico o naturalista− ha sido considerada emblema de la distinción creativa de sus más remotos cultivadores. Ello, pues, ha sido así ex illo tempore.
Adviértase que, secularmente, el desarrollo de la cultura no ha dejado de estar sujeto a la instrucción maduradora de las dotes personales que poseen los autores de cualquiera que sea la experiencia creadora de que se trate. La instrucción y la filiación del creador obedecen, casi siempre, tanto al genio propio como a las influencias inspiradoras, sea que procedan estas del medioambiente, o provengan de las pautas artísticas y/o científicas dominantes.
En la modernidad europea que arranca a partir del Renacimiento, la cultura artística y científica se transforma en un lenguaje portador de calidades, no solo individuales, sino también nacionales; es decir, atribuibles a factores específicos de cada país (el Volksgeist alemán, el espíritu o la idiosincrasia del pueblo).
La reciente publicación que está difundiendo la Fundación Ramón Areces con el título “Cien años de diplomacia cultural española. Una aproximación histórica” (Joan Álvarez, coord..; Madrid: ed. Centro de Estudios Ramón Areces; Fundación Ramón Areces, 2023) acaba de recordarnos cómo desde el despertar del siglo XX se ha venido perfilando la voluntad hispana de configurar varios ensayos de políticas culturales de origen local, aunque de aspiración nacional. No se olvide, por ejemplo, que la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas data su fundación en 1907. A pesar de los tiempos nada fáciles que transcurren en España durante las crisis solapadas que hubo entre 1917-1930, una tradición gradualmente institucionalizada en la esfera cultural y científica no dejó del hilvanar el tejido de ulteriores aportaciones españolas; por ejemplo, las producidas tanto por la Oficina de Relaciones Culturales promovida por Américo Castro y creada en 1921, como por la Junta de Relaciones Culturales, planificada en 1927. El advenimiento de la Segunda República en 1931 favoreció el tercer hito de la diplomacia cultural española.
Procede recordar aquí que, incluso bajo el sedicente Nuevo Régimen del General (1939 en adelante), no dejaron de hacerse algunos esfuerzos culturales como el que patrocinó la Dirección General de Relaciones Culturales, ubicada en el Ministerio de Asuntos Exteriores, o como también ocurrió con el Instituto de Cultura Hispánica; además de no pocas otras iniciativas de cuño ancestral catalán, andaluz, vasco-navarro y madrileño, por no citar algunas otras no menos meritorias. No puede extrañar, por tanto, que, a partir de periodo de la Transición operada en España entre 1977 y 1982, y desde entonces hasta la actualidad, que no hayan dejado de aparecer muchas (quizá demasiadas) fundaciones españolas de ámbito “transcontinental”.
La revisión del fenómeno descrito en la publicación que acaba de dar a luz la Fundación Ramón Areces comprime con lujo de detalles −y alguna que otra omisión− la trayectoria de una cultura vehiculada predominantemente en castellano y que, actualmente, está siendo potenciada por el Instituto Cervantes hacia la comunidad hispana en el ámbito territorial hispanoamericano.
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