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Julia Sáez-Angulo
17/05/18
.- Madrid .- Cuando oigo la palabra “víctima” enfermo o algo así, dice la hija
del terrorista de ETA sobre el escenario del Teatro del Barrio que ha estrenado
la obra “Viaje al fin de la noche” –título muy celiniano- sobre un diálogo entre
el ternurismo, la furia, la melancolía, la justificación, la búsqueda de compensación
con los otros que cargan con los muertos…
El GAL
como pretendida balanza ante los 850 muertos y cuatro mil heridos, sin contar los exiliados y heridos
morales que han sido legión por la actuación mortífera de ETA. Equiparar uno y
otro, aunque no sea mas que en prelación y resultados numéricos, resulta grotesco…
Dos monstruos ETA y el GAL, el segundo, breve, siguió al primero copiando esquemas.
La
muerte duele entre los que permanecen; la sangre trata de justificar lo que aitá hizo y también se fue. Los daños
colaterales de familias rotas y niños sin padres está ahí en la obra, pero
equiparados en balanza entre terroristas y víctimas (¡horror de palabra que irrita!).
Lo que el terror y la guerra dejan tras de sí es dolor, muerte, confusión y cicatriz poco menos que incurable. Los guerreros antiguos exterminaban a los niños de los enemigos para evitar que su memoria perpetuara su fechoría de muerte y entablara la venganza.
No
acaba de convencer la obra teatral Viaje al fin de la noche sobre la situación post ETA. Nadie habla de
reconocimiento de los hechos, ni de perdón, de la diferencia de los bandos, con o
sin armas, de la sociedad de un Estado de Derecho en jaque, por fanáticos de
una diosa, un mito: ¡la patria vasca! Las patrias siempre se construyen con cadáveres de cimiento.
Los
caldos de cabeza se pagan cuando se llevan a extremos de muerte y dejan secuelas para propios y ajenos. Ser euscaldún es supremacista de cara al otro. Hay
que ir de nuevo al hombre universal, al ciudadano del mundo, para evitar al fanático
que rebana la vida ajena.
La
voz de la mujer se hace más patente o fuerte en el escenario. El matriarcado siempre fue
importante en el País Vasco: la matría que estudian los sociólogos. La mujer y los obispos sectarios que adoran
también la patria del caldo de cabeza.
Nadie se pudre en las cárceles de hoy, sí los ancianos apilados en las residencias. Los cadáveres sí se pudren en las tumbas. Los presos y sus albaceas pueden negociar y lo hacen; los hijos de las víctimas -víctimas a su vez- luchan por el olvido como única salida y no pueden ante el descaro. Les falta el lenitivo de la petición de perdón, ante la falta de caludicación. Sus vidas ya están arruinadas.
Nadie se pudre en las cárceles de hoy, sí los ancianos apilados en las residencias. Los cadáveres sí se pudren en las tumbas. Los presos y sus albaceas pueden negociar y lo hacen; los hijos de las víctimas -víctimas a su vez- luchan por el olvido como única salida y no pueden ante el descaro. Les falta el lenitivo de la petición de perdón, ante la falta de caludicación. Sus vidas ya están arruinadas.
Alfonso
Mendiguchía y María San Miguel hicieron bien su trabajo escénico, pero el texto
no convenció. Se pierde en el éter ambiguo, como la historia del pasado sangriento de
ETA. Lo que permanece son las cicatrices y la necesidad de perdón para que
sanen, llamando a las cosas por su nombre y no dejándolas en nebulosas de
ternurismos y argumentaciones vacuas para que vaguen en el eter.
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