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Víctor Morales Lezcano
16.05.18 .- MADRID .- Hace poco más de diez
años hubo en mi vida una importante convergencia de factores estimulantes. Por
entonces andaba yo preparando un año sabático para redactar un manual de
síntesis dedicado a las relaciones hispano-marroquíes, tema que no me era ajeno
desde tiempo inmemorial. La garantía editorial que suponía el compromiso de La
Esfera de los Libros (Madrid) me impulsó a volver a Canarias durante todo un
curso académico.
La recuperación diaria
del paisaje insular y el contacto casi cotidiano con mi inolvidable tía Carmen
Lezcano me alentaron a que el empeño que me llevó a Las Palmas durante casi un
año se materializara y alumbrara la obra de marras: Una historia de Marruecos. De los orígenes tribales y las poblaciones
nómadas a la independencia y la monarquía actual.
La contingencia jugó su
partida, también, en el terreno de la amistad. Vine, en consecuencia, a
entablar lazos de aprecio (creo que mutuo) con el entonces vicecónsul de
Marruecos en Las Palmas, Mustapha Al-Hor. Fue con él precisamente como empezó a
larvarse, lo que, más tarde, se llamarían jornadas de homenaje a dos
distinguidos intelectuales: el diplomático español Alfonso de la Serna, y el
historiador marroquí Mohammad Ibn Azzuz Hakim. Mustapha Al-Hor y el círculo cultural
de Larache, denominado Centro Marroquí de Estudios Hispánicos impulsaron, junto
con el Consulado general de España en Tetuán, una singladura más del diálogo
entre las dos orillas, que culminó con una obra colectiva titulada España Marruecos y la Mar (Larache,
2009).
Abdel-Ilha Ennour;
Víctor Morales Lezcano; Mustapha Al-Hor; Mohammad Ibn Azzuz Hakim
En el epicentro organizativo de aquella aventura
hispano-canario-marroquí estuvo siempre Abdel-Ilha Ennour, hombre de talante
intelectual avanzado y dotado no solo de sentido crítico, sino también de una
disponibilidad generosa hacia los demás. Tanto en Larache-Tánger, como
últimamente en algunas reuniones de sabor hispano-marroquí, Abdel, su esposa Paz, y el autor de estas líneas
llegamos a compenetrarnos en varias ocasiones con la práctica de un deporte
llamado tertulia. Ocasiones que no olvidaré jamás.
No olvidaré fácilmente
tampoco la última visita que me hizo Abdel a su paso por Madrid, de regreso, creo,
de un viaje a Dubrovnic. Cuando el buen amigo entró en mi casa llevaba bajo el
brazo algunos ejemplares de la revista Zamene,
que me entregó en mano, mientras que yo, por mi parte y para no ser menos, lo
invité a pasear por el entorno del barrio. Para despedirnos, terminamos
brindando por un futuro mejor para el “ensamblaje” que el estrecho de Gibraltar
viene proporcionando al mundo ibérico y al Mogreb Al-Aksa. Cuando pocos días
después de nuestro brindis vine a saber que Abdel se había ido para siempre,
sentí con convicción que, cuando un amigo se va, algo realmente se muere en el
alma.
Abdel-Ilha Ennour, descansa en paz.
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