Clara Janés comenta la figura y poesía de Rilke sobre las rosas
L.M.A.
La poeta Clara Janés
presentó el libro de Rilke “Las rosas
y Esbozos valaisanos” en el Círculo de Bellas Artes y amablemente nos ha
permitido publicarlo:
Presentar hoy
aquí este libro, Las rosas y Esbozos valaisanos, publicado por Salto de
Página, tiene un carácter de celebración. Celebramos con rosas, con la rosa -“ardiente
y, sin embargo, clara”- los cien años de la visita de Rilke a España. Movido
por el cuadro de El Greco, Toledo después de la tormenta, que había
visto en el Salón de Otoño de París en 1908, llegó el poeta a dicha ciudad el 2
de noviembre de 1912, es decir, el día de Difuntos. Lo hizo, sin duda,
intencionadamente, para hallarla en plena celebración, pero acaso no esperaba
sumirse tan pronto en el espacio de confluencia entre lo visible y lo
invisible, pues en ella encontró no sólo el paisaje, que viera con luces
surreales en el cuadro, sino a aquellos moradores de algunos de sus poemas, los
ángeles, que habían surgido ya en Engellieder y en las primeras Elegías
de Duino, esos
[...] mimados de la creación,
líneas de altura, crestas de todo lo creado,
rojizas al amanecer, polen de la divinidad en flor,
quicios de la luz, pasadizos, escalas, tronos,
espacios de esencias, escudos de delicia […]
Rilke halló,
en efecto, a los ángeles en los cuadros del Greco, y no tardó en definir Toledo
como una ciudad del cielo y de la
tierra, [...] donde convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles”.
También en Toledo
experimentó la unión de su interior con el cosmos, debido a una experiencia que
recordó hasta el final. Primero a través del paisaje: «Querido amigo -escribió a Karl van
der Heydt el 26 de diciembre de 1912-, no se puede hacer uno idea de esta
ciudad asombrosa; ni siquiera las representaciones que El Greco ha hecho de
ella logran mostrar, a pesar de ser tan fantásticas, lo que es esta aparición
salvaje e irresistible, una aparición orientada hacia el cielo, que surge en
medio de las montañas más violentas, estranguladas por el nudo corredizo del
Tajo».
Tres
años después, en 1515, confesaba a Ellen Delp: “El paisaje español (el último
que yo he vivido infinitamente), Toledo, ha impulsado esta disposición mía de
ánimo hacia los confines: en la medida en que la misma cosa externa: torre,
montaña, puente, poseía ya allí, simultáneamente, la intensidad inaudita e
inimitable de una equivalencia interna a través de la que uno hubiera querido
representada. Revelación y visión se hacían igualmente objeto, y en cada uno se
ponía de manifiesto todo un mundo interior, como si un ángel, que abarcase el
espacio, se hubiera tornado ciego y mirara únicamente dentro de sí mismo. Ese
mundo contemplado no ya desde el hombre, sino en el ángel, es mi auténtica, por
lo menos, la tarea en la que afluyen todos mis intentos anteriores[1]”.
Y todavía, en 1919,
escribía a Adelheid von der Marwitz: “me hallaba sobre el maravilloso puente de
Toledo […] el caer de una estrella, trazando un espacioso arco tendido a través
del universo, era para mí (¿como diré?) algo así como si cayese a través del
espacio interior. En ese momento se había anulado el contorno delimitante del
cuerpo.[2]” A este mismo episodio se había referido un día
antes en carta a Lou Andreas-Salomé: “tensa y animosa, sin prisa, la estrella
cayendo a través del espacio de la noche, era como si cayera al mismo tiempo a
través de mi interior, Estos fueron los dos sucesos vividos que, con el del
árbol, podrían desembocar, como primer bosquejo, en un ser interior.” Es la
experiencia, que plasmó en los versos:
Oh estrella precipitada
en el abismo,
que una vez vi desde un
puente:
no he de olvidarte
nunca.¡Siempre en pie!
Rilke
Una estrella, altura máxima, que, de pronto se sume en el interior del
poeta, su corazón, y lo une al mundo exterior en comunión perfecta. Esta experiencia
de identidad se repitió en Ronda unos meses después y quedó plasmada no sólo en
el relato Erlebnis, Suceso vivido,
sino en la figura del pastor.
Ángel, estrella, pastor;
de la majestad a la sencillez, girando en torno a la identidad del ser, todo esto
captó Rilke en España y le dio como fruto la obra Poemas a la noche, que
no publicó en vida, pero incluye la Trilogía española, que sí dio a
conocer. Ferreiro Alemparte[3],
comentando que dicha Trilogía está dedicada enteramente a la figura del
pastor, cuenta que, habiéndose solicitado a Heidegger la selección de 10 poemas
para una antología, Geliebte Verse, sólo indicó tres, uno de Gottfried
Benn, otro de Hofmannsthal y la Trilogía española de Rilke. Ferreiro Alemparte
sospecha que la predilección del filósofo por esta obra puede apoyar la idea de
Angelloz [“según la cual –dice- Heidegger parece haber confesado en cierta
ocasión que su filosofía no era más que el despliegue conceptual de lo que
Rilke había dicho poéticamente. […] Nosotros creemos incluso –añade- que la
famosa frase de Heidegger contenida en Ueber den Humanismus (Sobre el
humanismo) del año 1946: <<Der Mensch is nicht der Herr des Seienden.
Der Mensch ist der Hirt des Seins>> (el hombre no es el señor de lo
existente. El hombre es el pastor del Ser) procede directamente de la Trilogía
española.”. Se trata de custodiar el Ser. “A este propósito –sigue Ferreiro
Alemparte- Heidegger trae una frase del maestro Eckhart comentando un pasaje de
Dionisio Areopagita: <>. Esta incorporación amorosa […] es precisamente lo
que siempre ha buscado Rilke: suprimir la crasa oposición sujeto-objeto” pues
en el corazón del poeta “se refleja y late el corazón del mundo[4]”.]
Ángel, estrella, pastor,
corazón... También en Ronda, y movido por la visión de las higueras, escribe
Rilke parte de la Sexta elegía. La cronología de las Elegías es
muy compleja. Antes del viaje a España tiene acabadas las dos primeras,
empezada la tercera, cuatro versos de la quinta, e iniciadas la sexta y la
décima. De hecho, la mayoría serán concluidas diez años después, es decir, en
1922, en Muzot. Si el poeta no publicó los Poemas a la noche, de clara
inspiración hispana, y se limitó a enviar el libro a su amigo Rudolf Kassner,
se debe tal vez a que sus temas resuenan en las Elegías. Entre ellos el
ángel tiene un papel fundamental.
Pero hoy celebramos estos hechos con rosas, y el
ángel no está tan lejos de esta flor, “[...] Libro-mago,// que se abre al
viento y puede ser leído/ con los ojos cerrados…” (II), esa rosa a la que el
poeta invoca de este modo: “Sola, oh flor copiosa [...] tú te despliegas ...”
(XV) De hecho, el ángel también se despliega -pues vimos es “polen de la
divinidad en flor”- e incluso por el roce se confunde con la rosa y juntos
configuran la elevación. Así, hablando del cuadro del Greco Asunción, del Museo de San Vicente, Rilke
describe un ángel, que parece participar del ramo de rosas que rozan sus pies: «enorme irrumpe
oblicuamente en el cuadro y otros dos ángeles tan sólo se elevan. El resto de
la escena no podía ser otra cosa que ascensión, subida, nada más. Esto es la física
del cielo», escribe a la princesa Marie von Thurn und Taxis (carta del 4 de diciembre 1912). Más
adelante, en el poema «La Asunción de María», la Virgen, al ir hacia lo alto,
«se desprende del cáliz de las flores, / del pájaro que describe su vuelo».
Ángel,
estrella, pastor, corazón y rosa. Y vuelo... Con los ojos cerrados puede leerse
el libro-mago de las rosas por su
perfume, que es igualmente elevación y metamórfosis de lo visible llevado al
plano de la invisibilidad. Como “ríos que corren a través de dos reinos [...], el ángel discurre por el recinto más amplio del
espíritu: es arroyo, rocío, manantial, surtidor del alma, caída y ascenso”,
escribe el poeta en su diario de Ronda, (enero de 1913). Encierra, pues, el
ángel, cierta contradicción. La rosa, por su parte, a la vez que se abre se
repliega en sí misma, comunica y oculta, es “contradicción pura”, rezan los
versos que escribió Rilke para su epitafio. Acaso recoge el dolor y, aún siendo
roja, se contrapone a la violencia, tendiendo una capa de olvido con sus parpados:
“vida en silencio” –leemos
en el poema “El cuenco de rosas”[5]. De
sus pétalos
... uno se abre como un
párpado
y debajo yacen muchos párpados
cerrados, como si, diez veces dormidos,
tuvieran que moderar la potencia
visual de un interior.
Pastor y corazón, ángel y estrella, vuelo y rosa permiten, pues, esa captación de
unidad interior-exterior, tiempo-eternidad, que el poeta entiende como meta, su
“disposición [...] hacia los confines”, cuya evidencia se le manifestó en
España. Rosa, sí, “tan ardiente y sin embargo clara” (IX), tan presente en los
poemas de Rilke que de ellos se puede formar un manojo, un libro como el que,
acompañado de otros textos, presentamos; rosa que además se alza opuesta a la
lucha entre los hombres, pues conserva prudencia, conservando la secreta llama.
¿Y no son todas así, conteniéndose
sólo a sí mismas,
si contenerse significa: transformar el mundo de fuera
y el viento y la lluvia y la paciencia de la primavera
y la culpa y la inquietud y el
destino embozado
y la oscuridad de la tierra
vespertina,
hasta el cambio, la huída y el vuelo
de las nubes,
hasta la vaga influencia de las más lejanas estrellas,
en un puñado lleno de interior?
[se pregunta el poeta para concluir
aceptando: ese interior]
Ahora está sosegado en las rosas
abiertas.
CBA, 5 noviembre 2012
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