Carmen Valero
Madrid, miércoles, 8 de febrero de 2017
Aquella
mañana de marzo de 2000 salimos hacia la Monteada de Javier, localidad
dominicana sobre un monte a más de mil quinientos metros de altura. Ese día Julio
Cesar Campuzano conducía el Toyota pickup de la organización católica de
Caritas, porque a Mariana Marrero y a mí no nos permitían viajar solas cuando nos
alejábamos de Santo Domingo más km. de lo prudente. Ya se sabe que la presencia
de un varón, en todas las latitudes planetarias, suele ser más disuasoria de
posibles asaltos a hembras solas y
por tanto provocadoras, vulnerables y presa fácil de los hombres. Desde mi
despacho habíamos avisado al cura del pueblo que llegaríamos para hacer un
estudio de campo sobre las necesidades de la comunidad y poder atenderlas
adecuadamente con nuestros presupuestos siempre limitados.
Aunque
la carretera dejaba mucho que desear en lo que a firme se refiere, el Toyota
todo terreno respondía bien y los parajes alpinos que íbamos contemplando eran
tan excelsos que nos arrebataron al éxtasis de la belleza y el silencio. Un
solemne resplandor de gloria se abrió de pronto en las nubes sobre nuestras
cabezas. Dominicana tiene paisajes sublimes tanto en las alturas como en la
costa.
Después
de despachar los asuntos de las carencias de la gente con el cura de Monteada
de Javier y comunicarle lo que podríamos aportar desde Caritas, el clérigo nos
pidió que influyéramos en el señor obispo de Santo Domingo, para que le enviara
otro sacerdote que le ayudara, ya que él no daba abasto para atender a los
numerosos feligreses. Las veces que él lo había solicitado, el obispo le
respondía pidiéndole jóvenes vocaciones para el seminario diocesano.
Seguidamente
Julio Cesar y nosotras decidimos avanzar en el camino hacia la cima del monte,
para seguir contemplando la belleza de la creación en aquellas lomas altas. No
volvimos a ser raptados por el resplandor de la belleza como horas antes,
porque al adentrarnos en un poblado nos secuestró a la realidad humana. Se
trataba de Cambita Garabito, un municipio de San Cristóbal, municipio donde había nacido el malhadado Rafael
Leonidas Trujillo, azote de Dominicana cuando fue presidente en los años 50. Una
hilera de chozas hechas de madera y latas en una sola calle nos recibió con una
secuencia de miradas a la puerta de aquellas viviendas infrahumanas. Esta pobre gente no existe civilmente, por
no tener, no tienen ni siquiera cédula de identidad. No tienen derechos ni
acceso a nada, me explicó Mariana.
Aparcamos
el Toyota espantando gallinas y cerdos que campaban entre el barro del lugar y
con temor a un posible enchivamiento de las ruedas del Toyota en aquel lodazal.
Los ojos de la gente estaban admirados ante el vehículo de motor, porque eran
pocos los que osaban subir hasta aquellas latitudes. Algunos niños se acercaron
al Toyota y más allá de sus cabezas vi sentada a una madre joven mulata con
mirada doliente sobre un niño pequeño en brazos. Me acerqué hasta ella y me
presenté como directiva de Caritas, organización católica de ayuda solidaria.
Un hombre que me había escuchado se alejó y comenzó a cuchichear con otros
hombres. Sentí cierta inquietud ante aquella posible conspiración masculina,
pero me tranquilicé pensando que habíamos viajado con Julio César y los hombres
suelen respetar a las mujer flanqueadas por un varón.
El
niño de la mujer sentada tenía los ojos cerrados y los pómulos enrojecidos. Le
puse la mano en la frente y estaba ardiendo.
-¿Tiene
fiebre?, pregunté a la madre.
La mujer se encogió de hombros.
-¿No
viene por aquí ningún médico?, volví a preguntar.
La mujer volvió a encogerse de hombros.
-¿Y
un sacerdote, tampoco viene por aquí?
-A
veces… contestó la mujer con una resignación que venía de antiguo.
Desconsolada
e impotente, sólo acerté a sacar unas aspirinas que siempre llevaba en mi bolso
para contrarrestar mis esporádicas jaquecas y se las entregué a la joven madre
partidas en cuartos.
-Dele
usted una partecita con agua al niño cada seis horas.
La
mujer me escucho con atención y, de inmediato, como si yo fuera un sabio
doctor, se apresuró a administrar la primera dosis de aspirina al pequeño.
Cuando
nos disponíamos a regresar al Toyota, para seguir regresar a Santo Domingo,
unos hombres nos cortaron el paso diciéndonos:
-¡No
se vayan!
Me
asusté y mire a Julio Cesar. Otro hombre del grupo se nos puso delante y habló:
-Hemos
avisado a la gente de los poblados cercanos para que vengan a verlos y a escucharlos
a ustedes.
Me
quedé sorprendia y esperamos a que llegaran las personas que esperaban.
-Para
ellos es una novedad que lleguen personas blancas de Santo Domingo a su poblado,
comentó Julio Cesar, que como buen dominicano conocía bien a sus compatriotas.
Cuando
se juntó un grupo de unas treintena de personas, hombres y mujeres a la espera
de que les habláramos, Julio Cesar y Mariana me advirtieron de que eso era cosa
mía. Ante aquella situación improvisada pregunté:
-¿De
qué quieren que les hable?
-De
Dios, contestaron casi al unísono.
Me quedé un tanto sorprendida, pero enseguida
reaccioné, no sé si movida por mí misma o inspirada por el Espíritu Santo:
En España cuando la gente quiere encontrarse
y hablar con Dios a solas, en la intimidad, se retiran a una casa de ejercicios
espirituales donde hay silencio en medio de la naturaleza. Aquí, en este monte,
tenéis todos los días ese silencio y esa hermosa naturaleza para hablar con
Dios cada día. No desaprovechéis la ocasión para dar gracias al Dios Padre por
la creación de estos parajes tan bellos que os ha legado, procurad que vuestras
casas y vuestras vidas sean tan limpias y hermosas como estas lomas y estos
cielos. Dad gracias también a Jesucristo, porque vino a salvarnos para merecer
el paraíso eterno y al Espíritu Santo que nos ha dado la fe para amar a Dios y
a los hombres”.
-Amén,
contestaron todos al unísono.
-Muy
bien, me dijo Julio Cesar en voz baja al oído.
A continuación las mujeres sacaron un humilde condumio
para celebrar aquel encuentro y conversamos entre todos nosotros. Pasada una
hora nos despedimos más hermanados que nunca y cuando llegué al despacho
dispuse de inmediato la creación de una cadena de pequeños dispensarios, para
cada uno de los poblados, en los que se nombraría un responsable de la
administración de medicinas, quien a su vez daría cuentas de su gestión en cada
visita de Caritas.
*****
Pasado
un tiempo, la religiosa que hacía el trabajo de secretaria junto a mi despacho
entró una mañana a decirme que me esperaba María, una mulata que decía
conocerme. Supuse que sería una de las numerosas mujeres mendicantes, que
trataban de pedir directamente lo que necesitaban en la oficina central de
Caritas. Para que la mujer no entrara o se instalara en mi despacho, salí a
saludarla de pie. La miré lo poco que me permitió hacerlo y comprobé que efectivamente
no la conocía de nada. Al verme ella se echó inmediatamente a mis pies y
comenzó a besarlos entre un llanto de gratitud, ya que no cesaba de repetir: ¡gracias, gracias, usted salvó a mi hijo!
¡Usted salvó a mi hijo!
La escena, sin comprenderla muy bien, se me antojaba evangélica, como
la del leproso agradecido a los pies de Cristo.
La
mulata se puso de pié y seguí sin reconocerla, hasta que ella me recordó la
visita que Julio Cesar, Mariana y yo hicimos al poblado de Cambita Garabito, el
municipio de la provincia de San Cristóbal varios meses atrás.
-Mi
hijo se curó por completo y hoy corretea por los montes como un solenodonte, me
contó ls mulata.
Ciertamente
las mujeres son frágiles, pero las madres son fuertes, recordé. La mujer me
entregó como regalo un pañito bordado con lanas de colores, en señal de
gratitud por las aspirinas que le di en su día. FIN
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