Víctor Morales Lezcano
Muchos reconocen que en la actual
crisis de valores se trata de una crisis de extrema gravedad para la cohesión
social y el posicionamiento del individuo en la parte del planeta Tierra en que
le haya tocado resolver su vida. Lo más
grave de todo reside quizá en que el enemigo de aquellos valores y el decálogo
de turno que lo gobierna se encuentra en un estado de delicuescencia. No es ni
siquiera perceptible. Como apuntaba Isaiah Berlin: … es trágico tener que elegir entre unos valores y otros cuando son
incompatibles, y eso desgarra. Sin embargo, el estado de delicuescencia en
el que parece que nos encontramos inmersos en casi todas las tierras que
actualmente constituyen el Occidente nos aboca al desarme moral, al tiempo que alienta a no pocos adversarios
en potencia a filtrar solapadamente sus descargas disolventes.
Si hago despegar esta breve columna con
la advertencia consabida, se debe al clima de reflexión en que abundan revistas
de prestigio intelectual, prensa de altura ─que de esta algo queda─ y otros medios respetables en torno a la
crisis de valores aludida. Esas reflexiones giran, precisamente, en torno a la
atonía y falta de vigor que están demostrando los mejores valores del legado
liberal, reforzado más tarde por el acervo democrático que impusieron las dos
guerras mundiales del pasado siglo XX a nuestro hemisferio.
Una de las reflexiones más acuciantes
por su título y contenido es la que Madeleine Albright ha sacado en The New York Times (7-8 de abril, 2018,
versión impresa), a partir de un interrogante expeditivo: ¿Estamos a tiempo de detener el fascismo, o es demasiado tarde?
La
señora Albright (¿quién no la recuerda en sus años de secretaria de Estado
entre 1997-2001?) ha tenido el coraje moral de dirigirse al lector sin más
preámbulos, tal cual sigue:
Actualmente nos encontramos en una
nueva era comprobando si el heraldo de la democracia puede permanecer inhiesto
en medio del terrorismo, de los conflictos sectarios, de las fronteras
vulnerables, de unas redes mediáticas trapaceras y de los esquemas cínicos de
tantos ambiciosos. La respuesta ─añade la autora─ no es
tan evidente. Podemos creer que la mayor parte de la gente en el mayor número
de países todavía quiere vivir en paz y libertad, pero no ha percibido las
nubes tormentosas que se han acumulado. En rigor, el fascismo ─y las
inclinaciones que conducen al fascismo─ plantea hoy una amenaza mucho más seria
que cualquiera de las que hayan sido cursadas desde el final de la Segunda
Guerra Mundial.
La autora apunta con el índice acusatorio a toda la
“generación de presidentes autócratas”, desde China, Rusia, Turquía y Estados
Unidos ─por citar solo los que tienen a su merced grandes potencias─. Dichos
presidentes, según Albright, están demoliendo los valores que se vienen
defendiendo como los más dignos de inspirar ─conjugadamente─ las aspiraciones del ser humano a la libertad y la
equidad.
El desencadenamiento de una serie de desplantes en el circo
mediático que a diario podemos comprobar, combinados con una infiltración
corrosiva del legado demo-liberal, ha conseguido hacer sonar la alarma hasta
tal punto que más de unos pocos nos preguntamos al unísono con la señora
Albright: ¿podemos parar el fascismo o es demasiado tarde? Ojalá que otros muchos no hayan de exclamar
como los beocios: ¡Y nosotros sin darnos cuenta a tiempo de la que terminaría
por caer sobre todos al final!
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