Víctor Morales Lezcano
Como
otros reñideros históricamente complejos y ─por ende─ conflictivos, Oriente
Medio viene recorriendo una azarosa contemporaneidad desde el final de la
Segunda Guerra Mundial. Aquella
complejidad y simultánea propensión a la conflictividad explican hoy el
comentario del general Wavell (1883-1950) sobre cómo pudieron creer los
responsables del Tratado de Versalles que se conseguiría establecer una
armoniosa balanza internacional en reñideros ─como el que nos ocupa─, Oriente
Medio.
La
inquietante incertidumbre internacional que reina en este momento reside con
mucho en la aproximación de una inminente fecha límite determinante de la prórroga
─o no─ de los términos convenidos en el acuerdo nuclear de 2015 por diversas
signatarias (Estados Unidos, China, Rusia,
Reino Unido, Francia y Alemania) con la
República de Irán.
A
nadie advertido se le escapa que Donald Trump en América, por una parte, y las
incertidumbres de la Unión Europea en sus cometidos internacionales, por otra,
hacen temer que el revisionismo que atraviesa la política exterior e interior
de Estados Unidos desemboque en un impasse
poco alentador. Como han repetido en estas últimas semanas el presidente Rohani
y su ministro de Asuntos Exteriores, Irán considera que la amenaza de ruptura
de los términos del acuerdo de 2015 no solo pondría a la república iraní en una
situación financiera incómoda, sino que rompería unilateralmente la solidaridad
del mundo occidental en tanto en cuanto los Gobiernos de Alemania, Francia y
Reino Unido no comparten la “provocación” del presidente Trump, flanqueado
ahora mismo por Mike Pompeo y John Bolton desde las altas instancias del poder
americano, y por Benjamin Netanyahu, en nombre de Israel.
El
viraje provocador del Gobierno americano con respecto a la República Islámica
de Irán no parece que tenga a la vista fundamentos objetivables. Creo que es lo
que se piensa en las cancillerías europeas, y el propio presidente francés así
lo ha expresado en su alocución en las Cámaras de Estados Unidos recientemente.
En
rigor, la pregunta clave que planea sobre el tema en este momento podría ser la
siguiente: ¿subyacen el nefasto recuerdo del 11-S y el clima de islamofobia
reinante en muchos puntos de relevancia internacional en las causas del “juego”
político americano con respecto al acuerdo nuclear de 2015? Tal vez, podría ser
así, pero tememos que quedaría incompleta esta elemental indagación, si no se
recuperara, además, el factor Arabia Saudí y su evidente relación con el
desafío americano, tanto a Irán como a la regla del juego de intereses
internacional que sí respetan por el contrario Berlín, Londres y París.
***
Veremos.
Se sabe que el reino de Arabia Saudí ─gran proveedor mundial de petróleo, pero
no de gas─ mantuvo estrechos lazos económico-financieros con las
administraciones de Roosevelt, Truman y Eisenhower en Estados Unidos. El
objetivo estaba claro: las exportaciones de combustible crudo de la extensa y
soleada península arábiga hacia América se transformaron en el gran pilar de la
mayor petrocracia que había en el mapamundi de la época. Todo
iba bien para los beneficiarios del trato.
Sin
embargo, dentro del intrincado panorama político del Oriente Medio de la
segunda mitad del siglo XX, se produjo en Irán la revolución que derrocó a la
dinastía imperial de los Reza Pahlevi, abriendo paso al triunfo del régimen
musulmán chií.
Sin
entrar en consideraciones de un tenor histórico que harían perder de vista el
objetivo de estas penúltimas líneas, hay que subrayar, ahora, otras dimensiones
que tuvo el triunfo de la revolución iraní de 1979; una de estas fue justo la
de encender una chispa de rivalidad
antagónica y duradera entre Teherán y
Riad, entre Irán y Arabia Saudí. Se trata de un antagonismo que ha ido in crescendo durante los tres últimos
decenios por dos razones poderosas; realmente de mucho peso. La primera, aunque
se piense que no es la más contundente, hunde sus raíces en la fractura
sectaria del islam entre los fieles a la tradición (sunna), de filiación
profética, y los fieles de obediencia musulmana chií; o sea, los disidentes de
la cuestión sucesoria, establecida a la muerte del profeta Mahoma (570-632).
Arabia Saudí y sus santos lugares, a partir del establecimiento de la dinastía
wahabí en el siglo XVIII encarnarán simbólicamente la ortodoxia estricta del
islam saudí; mientras que la legendaria Persia, reconocida como Irán, a partir
de 1925, representará un islam disidente del ortodoxo practicado por los fieles
suníes. En rigor, fue la revolución iraní de 1979 la que parece haber
polarizado a su alrededor una especificidad mental y social hacia la que el
mundo saudí viene dispensando un reguero de obstáculos. Y no solo por competir
los santos lugares del chiismo iraní, por ejemplo, con los de La Meca y Medina,
sino debido también al hecho de que las reservas petrolíferas de ambos
contendientes han sido rivales obstinados en su canalización hacia el mercado
mundial de los recursos energéticos. A la luz de este clima de rivalidad
medio-oriental, es como, en opinión del autor de estas líneas, puede llegarse a
ver con más claridad las causas profundas de las turbias relaciones
irano-saudíes, el apoyo de la
presidencia americana al príncipe Bin Salman, y, por ende, la intención
evidente de crear en torno a Irán una atmósfera de desconfianza, cuando no de
enemistad, por ser considerada una nación perturbadora del “nuevo desorden” que
se viene edificando en Oriente Medio, no solo desde el 11-S, sino también a
partir de la destrucción gradual de Iraq en el contexto de las guerras
americanas que tuvieron lugar en el golfo arábigo-pérsico.
La
argumentación de Irán, para defender su postura en medio de la alta tensión
política que ha ido alimentando la pugna entre ambas potencias regionales, dice
así en expresión de Yavad Zarif, ministro iraní de Asuntos Exteriores: El acuerdo nuclear (de 2015) es una
infrecuente victoria de la diplomacia sobre la confrontación. Minar sus fundamentos
y logros sería un error.
Desde
instancias muy señaladas, por el contrario, como son algunas instaladas en
Washington DC, Tel Aviv y Riad se emite, sin solución de continuidad, el
mensaje que apunta al régimen y al Gobierno iraníes como “un eje del mal” y un
factor de alta peligrosidad para el statu quo en Oriente Medio.
Pronto
asistiremos al desenlace de un “pulso” que a nadie debería serle indiferente. Hagamos
votos para que de nuevo la diplomacia derrote a la confrontación.
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