Julia
Sáez-Angulo
04/06/18
.- MADRID .- Manolete fue valiente con los toros, no así ante la mujer amada,
Lupe Liso, con la que no se comprometió por cobardía moral ante su madre y ante
la sociedad que le tocó vivir, los años 40 en España. Otros lo hicieron. Esta
es la realidad histórica.
Soñando un sueño soñé es una obra
escénica un tanto maniquea: los amantes, Manolete y Lupe, son los buenos, los
malos los demás y eso la empobrece, porque además no es cierto, aunque vaya
bien para el guión unilateral. La historia de la relación de ambos, mucho más
compleja que el lamento laudatorio de la obra, está por escribir.
La
representación ha tenido lugar en el Teatro Tribueñe. La dirección escénica
corrió a cargo de Irina Kouberskaia.
El
escultor Puente Ojea, vestido de negro, va moviendo sus esculturas de bronce,
“piel de bronce” se repite en el texto poético y repetitivo de Eduardo Pérez
Carrera, responsable también de la iluminación.
Una
buena música, sin autoría en el programa –lo mejor del espectáculo-, va envolviendo
los pasos y arrastre monocorde de la esculturas, que apenas se ven desde las
butacas de atrás en los primeros movimientos de piezas bajas de menor tamaño,
porque el arte conviene verse de pie y a la altura de la vista humana, tal y
como se recomienda en los museos. Aquí pueden verse las esculturas al final de
la representación, en un recorrido abigarrado en el escenario.
Lo
siento, pero no me convence el espectáculo Soñando
de un sueño soñé. Es una experiencia teatral que falla por monótona,
maniquea y por tanto falta del conflicto mínimo que requiere una pieza para el
teatro.
La
escultura surrealista de Puente Jerez resulta en muchos casos grimosa, con
toros haciendo cruces que parecen ratones movientes. No digamos con el juego
insinuado de la procesión de la gran cruz de ratones y la mujer de gruesos
glúteos y cabeza taurina, coronada con tiara de halos de torero. ¡Terrible! en
un a modo de pasos de “Crucificado” y “Dolorosa”. ¡Puaf! Como dicen los italianos:
“juega con los soldaditos de plomo y no con lo sagrado”. Le falta la grandeza
de Salvador Tavora para entrar en ese ámbito. La doncella final que pasea y se lleva la escultura mortuoria de la cabeza de Manolete no salva el espectáculo.
El
escultor acierta más con la escultura realista, como los retratos de Manolete,
sobre todo el partido en dos, o el traje de luces ahuecado o las de toreros a la salida del espacio de representación. Cuando entra en el
surrealismo tremendista resulta –repito- grimoso, mortuorio y putrefacto. Se
echa de menos la mesura clásica.
Un
vino de Viña Pedrosa, con tacos de jamón y queso, hizo llevadero el final del
espectáculo.
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