Sentimiento y esperanza en una poesía valiente
Manuel Quiroga Clérigo
23/09/18 .- MADRID
.- “Meditabundo y ebrio como un topo/renazco entre algodones y azucena”,
escribe al comienzo de un soneto Hernán Valladares.
Sus versos forman,
en este caso, el libro “En honor de la verdad”, publicado por Editorial Praxis
en la Ciudad de México en el año 2013.
Valladares nació en
Madrid en 1970, vivió de niño junto al mar en la casa familiar en Poo de Llanes
(Asturias). Pasó por la Universidad Darmont College de New Hampshire donde
impartió clases de Lengua y Literatura Española como Profesor Visitante, yendo
posteriormente a Salamanca donde escribió su tercer poemario, el titulado “Las
horas y hombres” . Poco después logró instalarse con su esposa en Asturias y allí
nacieron sus dos hijos, en 2002 y 2006, viviendo en Las Caldas, a 9 kilómetros
de Oviedo.
Sus padres
procedían de México y a aquel país se trasladó él mismo. Valladares había
tenido un accidente de motocicleta a los 20 años, pero un segundo percance de
gravedad acaeció en Querétaro a los 42 año y, a consecuencia del mismo, con una
lesión medular a la altura de la quinta cervical C5 permaneció en el Hospital
de Parapléjicos de Toledo durante 9 meses, siendo dado de alta en 14 de febrero
de 2014. Desde entonces y con determinadas ayudas mecánicas y familiares y una
vivienda adaptada se encuentra domiciliado en Madrid a la vez que mantiene sus
proyectos literarios y su tarea de escritor, se esfuerza en dotar a sus versos
buenos sentimientos y delicada esperanza y, al tiempo, acude a actos,
conferencias, presentaciones de libros, lecturas. Entre sus lecturas, los
tratamientos precisos para su tetraplejia y mantiene sus ideas y planificación
para dar a la luz determinados ensayos y su propia autobiografía marcada por el
último desgraciado accidente y las consecuencias hospitalarias y de
recuperación para su estado postraumático
Ha publicado novelas
como “El hombre diminuto” en 2011, “Dioses y mosquitos”, “Tres domingos” o el
libro de cuentos titulado “Narraciones de la carpeta larga”. Es autor de otros
poemarios como “El juglar del Apocalipsis”, “Vidrieras”, “La sombra luminosa” y
el ya mencionado “En honor de la verdad”, con una entrañable dedicatoria: “A
Luis Martín de Mingo; Luisón: ¡las cosas que hemos visto!”. Ha dirigido la revista “Voz y letras”, ha
llevado a cabo lecturas propias en el Instituto Jovellanos.
El poemario que
deseamos comentar se abre con unas palabras del autor: “El tiempo pasa y las
aficiones literarias persisten contra la implacable realidad de los días. Uno,
por puro transcurso de las estaciones, va madurando; sí, nos vamos poniendo
viejos….”. Y al final de estas, del resto de estas, palabras Valladares
escribe: “Quiero agradecer a Carlos López, editor, poeta, ensayista y profesor
de la UNAM, publicación de este libro”. Todo ello nos permite conocer a un
interesante autor que, efectivamente, en sus versos deja patente sus ideas de
querer seguir viviendo en un mundo donde el sentimiento y la esperanza dentro
de una poesía valiente, bien construida, musical y capaz de rejuvenecer al
lector y de hacernos remontar por encima de la falta de concordia que reina en
el planeta. El poeta Tomás Segovia, también afincado en México durante largos
años donde ejerció la docencia, nos decía que “la poesía consiste en expresar un
estado de ánimo por parte del poeta, una manera discreta de ver la vida, una
forma de enfocar la existencia”, cuestiones que Valladares lleva a sus últimas
consecuencias en sus varios libros de versos.
A veces sólo un
puñado de poemas son capaces de dar la idea cabal del buen quehacer de un poeta
que, en casi 50 páginas, nos permite a la ideología lírica de una poesía joven
y dinámica que, como reza el título, se predica ese “honor de la verdad” y lo
es desde las primeras páginas donde tenemos el poema “Adivinación del poeta”: “Las
dotes adivinatorias del poeta/no se fundan en esqueléticos argumentos./La gran
bola del mundo gira en sus manos/declarando frágil/su verdad y su futuro
cristalinos”. Y es que esta, rara y enormemente gratuita, profesión de poeta,
creador de los espacios invisibles y saludables de la fantasía y los afectos
suelen verse apoyados por esas dotes adivinatorias acerca del futuro, del amor
mejor o peor correspondido o de la necesaria búsqueda de la verdad que otros
habitantes del mundo peregrino, digamos políticos o secuaces del poder, son
incapaces de hallar. El mencionado Segovia afirmaba que en “la poesía se
contiene la única verdad”. Tal vez por eso, atendiendo a cuestiones semejantes,
es por lo que Valladares ha escrito este libro, reflexivo, vivaz.
“La vida de los
hombres,/ en fin, este monótono/golpe de cadencias/y ritos más o menos
laborales/no tiene otro asidero que destrazar cualquier
arquitectura/trascendente, más allá de donde llega/un proyecto, una idea un
horizonte”, escribe en el segundo poema y en el tercero recuerda que “El león,
magnánimo de crueldad,/siente también el miedo”. Ciertamente vivimos en
sociedades acosadas, perturbadas, comercializadas, asfixiadas. Apenas somos
capaces de sobrevivir entre tanta carestía, violencia, ultrajes. No es difícil
sentir miedo al lado de las sombras y lo putrefacto. Borges dijo que “La vida
no es un sueño, pero puede llegar a ser un sueño”. Esperemos que no sea infernal,
doloroso. Por citar una sólo advertencia nos dejamos arrullar por las
insistentes palabras de Hernán Valladares cuando título a su poema siguiente
“No descuidar la alegría”, aunque enseguida vuelve a recordar el miedo del león
que, a pesar de simular “desdén en el umbral” todavía presiente que el peligro
puede estar latente en cualquier momento, en cualquier lugar: “Qué será si
algún día el descampado/se extiende más allá de lo visible”. No obstante, o
mientras tanto, escuchemos a Antonio Porpetta que se preguntaba “¿Qué reflejo
de amor os dio la vida?”, y seguir atendiendo a los enigmas de la existencia.
La poesía de
Valladares es rotunda, con esa capacidad de enternecer, y animar a los demás a
luchar por esa verdad que se podría encontrar, únicamente, en los ámbitos de la
concordia, aunque, seguramente, precisemos más de parábolas que de realidades
para entender el berenjenal en que nos hemos metido, o sea en la vida, a la
cual nadie nos había llamado salvo una serie de condicionantes físicos que no
aseguran más que un final infeliz. Y es que siguiendo a San Lucas solamente
algunos pueden conocer determinados misterios, a otros se les, se nos, permite
conocerlos “sólo en parábolas, de manera que viendo una no vean y oyendo no
entiendan”. Y, ahí, vuelven los versos de este libro, precisamente el titulado
“La última cena”: “Sólo quiero en la hora de esta noche/vuestros ojos, amigos y
gozar/en la boca la verdadera fiesta/de un banquete final, sin más futuro, /de
un banquete final ante la gloria”. Es como reivindicar unos minutos de paz
después de tantos siglos de ingratitudes. A eso se apunta un buen poeta
barcelonés en un poemario glorioso titulado “La antigua luz de la poesía”:
“Amor a la poesía. Amor a la vida. /Amor al amor. Amor, todavía,/tras tantas
heridas. Amor.”. Será cierto, pues, que sólo el amor nos salva. Y llega, de la
inspiración de Valladares el poema “La verdad absoluta”, oda un poco amarga a
la realidad de un planeta en descomposición, de un mundo a la deriva,
angustiado ante los oropeles y la felicidad de cartón que encontramos aunque
nos habían ofrecido otra cosa. Es esa verdad que, lamenta el poeta, es capaz de
deslumbrarnos aunque él, astutamente, exclame: “…me quedo con mi luz entre las
sombras”.”.
Y, así, van
transcurriendo los momentos para la ira, los instantes del poema, la
incapacidad para atrapar de una vez por toda la felicidad, por ejemplo en los
siguientes poemas: “Infecundidad vital” (“Que pase la vida, simplemente”),
“Edad de la revelación”, “Grecia”, “Los cinco sentidos y su peor privación”:
(“Quien no ve es ciego, como el amor,/como el que sigue alguna
ideología,/como el que sólo piensa y siente en sí”.
Otros poemas viven
de y en la naturaleza, en el espacio de lo que se puede admirar y compartir, en
el largo terreno de la creación, no visto tanto como regalo divino sino, más
bien, como entrega que en cualquier lugar nos puede ser arrebatada a cambio de
nada, eso sí. Que luego ese espacio sea habitable o incongruente ya es algo que
forma parte de lo posible. De eso se nos habla precisamente en “Tres de julio
en Asturias”, poema hábilmente diseccionador de una realidad, donde el autor se
hace testigo importante de algo no deseado que, sin embargo, desea describir:
“Hay días como batallas,/donde los ojos parece/que han llorado”. Más adelante,
en el poema “La ciudad” las opiniones son
variadas y se vertebran en torno a un espacio entre deseado y obsceno,
habitada tal vez sólo obligatoriamente por los seres humanos: “La ciudad
contiene su belleza en aristas y espejos,/pero también en parques
sublevados:/somete al ciudadano a sus dictados,/apabulla con materiales
cancerígenos/y es siempre émula de una señora distante y altanera/donde
nacieron los gigantes de hielo/derretidos por Mahoma./Detrás de tanta
ostentación,/remota, escondida y enfaunada,/el Madrid de los Austrias/sigue
guardando los huesos de Cervantes”.
El maestro Azorín,
que paso parte de la guerra incivil refugiado en los andenes del Metro de
Madrid, avisa a los lectores, refiriéndose a la novela “Aurora roja” de Pío
Baroja, que “poco a poco, una sensación de vida honda, de intensidad mórbida,
os sobrecoge”. De igual manera Valladares dice, nos interroga “Me dirijo al
hombre”: “¿Qué negra flor prende en tu alma,/qué vileza no aguardas para el
cosmos,/porqué te afanas en el mal,/y no comprendes ni aún soportas,/la idea de
que el bien es la única moneda de cambio para el hombre?”. Y e, s que la
existencia se puede consumir con la intensidad del amor, de la cordialidad, de
los actos benévolos pero, también, puede llevarse a cabo con la maledicencia,
la difamación, la violencia. De estas cosas, y otras aún más duras, hablan los
poetas. Así lo refrenda nuestro poeta, y valgo el sólo título de un poema. “El
hombre se empeña en el progreso: lo maldigo”. Ahí están los versos que abren este
comentario: “Volverás al polvo desde el polvo/a solventar las luces de los
muertos”.
Curioso y
deportivamente interesado el siguiente poema, “Parábola a partir de la derrota
de Rafael Nadal ante Soderling”. Tremenda la situación del deporte, de todos los
deportes de masas, en el mundo donde prima la revancha malvada, las cuestiones
económicas, el gamberrismo, la mala educación, la violencia perpetua en vez de
atender a la belleza griega de la confrontación elegante y el juego distendido
para ofrecer un espectáculo grato. ”Ni siquiera era junio en la arena de
París”. El poema “Decálogo” nos trae una sentencia de Jesucristo, “Un
mandamiento os doy”. El aspecto lúdico de la existencia corre por sus versos:
“Serás sencillo y recto sin que ningún ladino te lo imponga”.
Jaime Gil de
Biedma, el romántico de Manila donde aún quedan huellas de sus andanzas no
siempre ejemplares, antepone su exclamación a “En contra de mis antecesores”.
Escribe Biedma, en efecto, “¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/y la
más innoble/que es amarse a sí mismos!”. Luego, ya, Valladares nos conduce ante
parte de sus o ideas, por ejemplo, cuando afirma “No me seducen ni
deslumbran/los panegíricos de tantos perdedores…”. Caballero Bonald abre el
siguiente poema, “Cuándo, noble eclosión”, preguntándose “¿Con qué
herida/coincidirán por fin los bordes del silencio?” y el propio Valladares
deja otra interrogación. (“¡Qué decepción final nos hará mudos!”).
“Yo tenía un poema
bajo el brazo” escribía el poeta canario Alfonso O`Shanahan y Hernán Valladares
no deja unos sustanciosos versos en “Razón literaria”: “Si escribiera estos
versos, como dicen,/para quien se apiade de mi alma,/para que cuando algún
incauto lea/me diga que descubre un hombre nuevo;/si escribiera mi prosa, como
dicen,/parta hacerme querer, por descubrirme,/entonces no lo habría
estipulado/por la sombra del árbol en el bosque,/por el silente ardor de
primavera/por el aroma tibio de los plátanos,/por el agua que brilla entre los
tilos./Ni siquiera una línea he dedicado/a la opinión de un mundo que
aborrezco”.
Retomamos de nuevo
las palabras de Tomás Segovia, precisamente aquellas con las que titulábamos la entrevista
publicada en la Revista de Occidente en enero de 1998: “La verdad pura sólo
existe en poesía”. Ese sería el resumen de las ideas expuestas por Hernán
Valladares en este libro, ideas que corrobora o reafirma en los poemas
siguientes. En “Contra la (vana) gloria”: “…no te extrañe/que proclive a la
verdad no te castigue/con mi fusta preñada de improperios/y termine por
decirte/incontinencias…”. En “Soneto existencial”: “No sé exactamente en qué
sazón me hallo”.
“El epílogo de amor
con tres sonetos”, remata y glorifica la magna obra de este poemario herido e
hiriente. Así de “Cuando éramos jóvenes” y “la prisa se diluía en el vacío”, pasamos
a “Las diez naves” donde el poeta dice “aguardo esperando mí derrota” y
“Prolongación más allá de la noche”: “Detienes madrugadas,/sorbes sueños…”. En
el “Soneto de anor” (está bien escrito: anor), leemos “Déjame que a palmadas/te
desgaje/y arrecie el ariete en tu dovela”. “La muerte se aparece en mitad de la
madrugada y queda conjurada por la intervención de Venus Príapo” es un soneta
repleto de sonoridad y sentimiento; el autor se confiesa y nos lleva hacia su
realidad, hacia el mundo visto desde la sombra pero, sin embargo,
manteniendo un soplo de esperanza en el
último terceto: “Blandamos por igual nuestras panoplias/para el ardor rebelde
incandescente,/podremos juntos retorcer la muerte” y con “Legiones suicidas”
pone el broche de este libro ciertamente meditado, entero, con algún poso de
amargura y pinceladas de alegría que, por supuesto, nos sigue conduciendo a un
futuro del conformismo que, pese a todo, da el seguir viviendo.
De todas formas,
recalcando las propias ideas de Hernán Valladares Álvarez, el maestro Ernesto
Sabato nos recordó que “Siempre queda una esperanza para el hombre”.
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