Víctor Morales
Lezcano
27.03.19 .- Nadie ha podido extrañarse de que los Emiratos Árabes Unidos (EAU) hayan dado a conocer que lideran el mayor almacenamiento mundial
de petróleo crudo en el núcleo de Fujairah. Ni tampoco a nadie le sorprendería
saber ─con refrendo estadístico─ que el pequeño reino de Catar (con una
superficie entre once mil y doce mil kilómetros cuadrados) ostenta el récord de
ser el tercer país del globo terráqueo con mayores reservas de gas natural. Por
no hablar del acúmulo en petróleo y gas explotables en los yacimientos de
Arabia Saudí. Ninguna sorpresa, pues, por anotaciones de este tipo; ítem más,
hasta pueden sonar redundantes de puro conocidas.
Ahora bien, por mucha que sea la interconectividad de
la población mundial, sí puede sorprender el viraje que hacia el factor de
productividad cultural viene dándose en los tres países árabes del golfo
arábigo-pérsico (EAU, Catar y Arabia Saudí). Catar, por ejemplo, ha previsto
inaugurar en Doha su museo nacional. La política de adquisiciones museísticas
de este país ha estado en manos, desde hace cerca de un decenio, de Sheija al Mayassa,
hermana del emir Hamad al Zani. El arte islámico, u otro, contará en lo
sucesivo con un futuro espectacular en el país supuestamente más rico del
planeta. No se olvide que Catar se puede sumar a este nuevo horizonte cultural,
o especie de new look, como sede del
próximo campeonato mundial de fútbol, previsto para celebrarse en 2020. Si a lo
anterior se suma la proyección televisiva de alcance mundial de este
mini-Estado, a través de Al Jazeera (en su versión bilingüe, árabe e inglesa),
estamos ante la palmaria conversión de una fuente de riqueza en un enclave
cultural de fábula. Podría hablarse del nuevo milagro, no del Nilo, sino
provocado por el maná de los combustibles.
Arabia Saudí ha pretendido, por su parte, no quedarse
a la zaga: el festival de invierno en Tantora,
y la designación de un antiguo enclave caravanero, llamado Al Uba,
cercano a Mada’in Saleh (en el norte de la península) están transformando el
desierto de la legendaria Arabia en un foco de atracción turística.
Cierto es que el extrañamiento diplomático entre Doha
y Riad puede espolear la carrera de ambos países (Catar y Arabia Saudí) en pos de conseguir un lugar bajo el “sol
cultural” del Oriente y del Occidente plutócratas. En todo caso, la
transformación de los Estados rentistas en plataformas culturales de lujo es un
signo de los tiempos que están corriendo desde principios del siglo XXI. La
pelota de la discordia entre los hermanos enemigos sigue, de todas formas, en
el alero del tejado.
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