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Miguel Ángel Ochoa Brun
Víctor Morales
Lezcano
10.02. 18 .- MADRID .-Se ha dicho –y con razón─ que la cultura histórica de
una ciudadanía es reveladora de su mayor o menor grado de maduración política y
cívica. Aplicada tal apreciación a la España contemporánea, no resulta muy
convincente el mensaje de aquella fórmula, dado que estamos hablando de uno de
esos países sobre los que recae el peso de un pasado considerable, del que no siempre, sin embargo, demuestra
ser consciente.
En el transcurso de los
últimos siglos, la centuria del XIX ha sido diagnosticada, en más de una
ocasión, como la más ingrata para España. Antes que nada, por el hundimiento de
un régimen (l´ancien régime) que
generó horizontes esperanzadores con su caída (1808-1812), al producirse un
levantamiento popular contra el ejército (invasor) francés, acompañado
inmediatamente de una manifestación constitucionalista que vino a cristalizar
en las Cortes de Cádiz.
Ya fuese por cortedad de
visión o por celo nacional excesivo, las potencias integrantes de la llamada pentarquía
europea que logró derrotar el imperio de Napoleón no supieron reconocer ─una
vez más− la inesperada resistencia popular española que, entre 1808-1813, se
alzó en defensa de su independencia. Si a este dato se suma la frecuente
impericia gubernamental registrada durante los reinados de Fernando VII e
Isabel II, podremos entender el declive inexorable de España durante el siglo
XIX. De no menor importancia para la nación fue el ocaso del Imperio español en
América que culminó en 1898. Como es bien sabido, se habló en adelante del
síndrome noventayochista, como si de un presunto rasgo de pesimismo nacional –y
recidivo− se tratara. Este es comprimidamente el marco general en el que Miguel
Ángel Ochoa Brun (embajador de España y miembro de número de la Real Academia de la Historia) ha elegido
para desarrollar en dos volúmenes su Historia
de la diplomacia española: la edad contemporánea. El siglo XIX. I-II (Ministerio
de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2017; vols. XI-XII de la obra general).
….
La protagonista de la
colección de volúmenes a cargo de Ochoa Brun ─su ninfa Egeria− ha sido la diplomacia española, en tiempos de
esplendor y en tiempos de declive, como fue el ya mencionado siglo XIX. En los
dos volúmenes que Miguel Ángel Ochoa consagra ahora a aquella centuria, hace
gala, una vez más, tanto de su considerable inmersión documental como de otro
rasgo que viene caracterizando su aportación bibliográfica: la ponderación de
los marcos y coyunturas en los que los miembros del cuerpo diplomático español
hubieron de actuar en el dilatado período transcurrido entre el Congreso de
Viena (1815) y la Paz de París (1898), fecha esta última que señaló el final de
un siglo y de un imperio. Entre ambos acontecimientos, hubo la “tormenta
revolucionaria” de 1868 que no logró
enderezar ─según el autor de la obra a la que nos estamos refiriendo─ la marcha
de la nación hacia una de las horas más
aciagas de la edad contemporánea; como lo fue más tarde, en el siglo XX, el
nefasto período de 1936-1939.
Saludemos, en La Mirada Actual, la reciente
publicación de este último hito de la bibliografía, en el que Ochoa Brun ha
sabido estar a la altura de su noble y ambicioso cometido historiográfico.
Cerremos estas
cuartillas ─puesto que no cabría mejor colofón− con una puntualización extraída
de la obra del autor que aquí se reseña:
Considerado el servicio que la
Diplomacia prestó a España, a sus Gobiernos y a su política exterior, durante
el siglo, cabrá naturalmente un sinfín de opiniones. No solo tantas como sean
sus críticos, sino también ─y muy especialmente─ tantas como las épocas que se
analicen. Porque en cada momento se contó con personajes valiosos o individuos
menos apropiados, se vivieron instantes favorables o desgraciados, se
demostraron méritos o incapacidades.
Y poco después, parafraseando a
don Juan Valera, apunta Ochoa Brun que toda nación para ser poderosa,
representada y temida, debe empezar por creer ella misma que lo es.
Víctor Morales Lezcano
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