Carmen Valero Espinosa
2/6/22.- Villacastín. Segovia.- He vuelto a ver el Mural de los Cabreros en el antiguo Hostal San Sebastián de Villacastín (Segovia), que realicé junto al pintor Daniel Quintero hace cinco lustros, cuando yo contaba con 26 años. El Hostal quedó descolgado de la carretera general, al construirse la autopista, y el negocio hostelero se vino abajo.
El hecho de que haya pasado medio siglo y siga allí impecable y apreciado por los dueños me conmueve, sobre todo de Tomasa García Martín, que sigue residiendo en el antiguo hostal. Me recuerda el viejo dicho latino: vita brevis, ars longa. La vida es más breve que el arte, porque éste se prolonga en el tiempo. Algunos de los once hijos de Antonio García Martín, dueños del hostal han fallecido, pero otros siguen viviendo y recuerdan el tiempo en que se hizo aquel precioso mural de cemento que permanece con la fuerza de le da el cemento.
Los recuerdos iban y venían sobre aquel verano de los 70, a medida que contemplaba el mural y resonaban en mí algunos párrafos del episodio cervantino sobre la Edad de Oro:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia (…) Del capítulo XI del libro "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha"
José Antonio García Martín, uno de los once hermanos, era buen amigo mío y en su finca de la sierra abulense, al lado de la que poseía Conchita Piquer, conversábamos mucho de filosofía de la vida y la existencia. Él era un buen pensador, amigo del profesor don Enrique Tierno Galván, entonces profesor en Salamanca y, curiosamente, yo lo era también del hijo del viejo profesor. Nos veíamos en Madrid.
Un día, José Antonio se puso a recitarme en voz alta el episodio de los Cabreros, en la parte en la que Don Quijote alaba la edad dorada, en la que todo llegaba de forma fácil e igualitaria a los hombres. Mi amigo era visionario y muy sensible al deseo de igualdad y superación de todos los ciudadanos. Sabedor de mis estudios de arte en la Escuela de Fomento de las Artes me dijo de pronto:
-¿Por qué no haces un mural sobre este tema cervantino?
No lo dudé ni un momento y le dije que sí, porque tenía conocimiento y experiencia de murales en cemento, aprendido en la Escuela y llevados a cabo en Inglaterra (más tarde también en Cataluña). Cuando llegué a casa, se lo comenté a mi hermana Cuqui, que entonces salía con el pintor Daniel Quintero (Málaga, 1949), que “apuntaba maneras” de llegar a ser un gran artista. Lo comentamos con él y se ofreció a hacer los bocetos; yo sería la realizadora libre de los mismos con un criterio amplio. Manos a la obra. Para representar a Don Quijote, le pedimos que posara Florencio Becerril, un vecino al que siempre que pasaba por nuestra casa le ladraba nuestro perro Churi.
-Florencio es tan delgado que solo tiene huesos y Churi se relame de pensarlo, decía mi padre con humor.
Para el personaje de Sancho Panza, Quintero me hizo posar a mí -yo entonces estaba rellenita- y quiso tomar mis rasgos de modo inicial. Yo guardo con todo celo y aprecio este boceto que él me regaló, además de un precioso aguafuerte suyo.
Terminada la realización del mural, totalmente por mi parte, Daniel Quintero aplicó algunas manchas de color sobre los personajes.
Junto al mural coloqué un cuadro con el capítulo del episodio de los Cabreros, escrito con letra artística sobre pergamino, para que los huéspedes del comedor pudieran recordar mejor el capítulo quijotesco, cuadro que también permanece en el antiguo edificio.
Así fue como surgió aquel Mural de los Cabreros en el Hostal San Sebastián de Villacastín. Fue hace medio siglo, cuando yo contaba con 26 años, recibí un encargo de J.A. García Martín y lo compartí con un pintor emergente, Daniel Quintero, que llegaría a ser cotizado artista, pues expuso, primero en la galería Juana Mordó y después en la Marlborough. Aquel mismo verano de 1970, el pintor realizó un retrato del dueño del Hostal San Sebastián, que ha expuesto en algunas de sus exposiciones retrospectivas, como la de Ávila.
El Mural de los Cabreros en Villacastín sigue incólume -el cemento es eterno-, para mi satisfacción y la de sus propietarios. Tomasa García Martín me dijo que un norteamericano le había ofrecido comprar el mural, pero ella le dijo que no estaba en venta.
Ahora veraneo en Puente Viejo (Ávila), no lejos de Villastín, y procuro visitar mi mural cada año.
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Casa de veraneo en Villacastín (Segovia) de la familia Valero Espinosa, durante muchos años (Foto May Pire)
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