L.M.A.
20.09.2023.- Madrid.- Durante sus años de juventud en Milán, Rosso frecuentó a un grupo de pintores, conocido como la Scapigliatura, que dejaron un gran poso en su práctica escultórica. Instalado en París desde 1889, mantuvo un estrecho contacto con intelectuales y artistas como Auguste Rodin, Amedeo Modigliani o Edgar Degas; se aproximó estrechamente a la fotografía, a través de las investigaciones de Nadar y Eadweard Muybridge, y llegó a incorporarla como una práctica más de su forma de trabajar. Su trayectoria en la capital francesa se desarrolló, sin embargo, ensombrecida por la poderosa influencia de Rodin, hasta el punto de que, a la muerte de este, Guillaume Apollinaire escribiría:
«Rosso es ahora, sin lugar a duda, el más grande escultor vivo. La injusticia de la que este prodigioso escultor siempre ha sido víctima no está siendo reparada». Contemplada retrospectivamente, la producción más experimental de Rosso adelanta muchas de las preocupaciones de artistas posteriores a él tales como Constantin Brancusi, Alberto Giacometti, Lucio Fontana o el más contemporáneo Thomas Schütte. Frente a una escultura concebida como expresión de lo inmutable, basada principalmente en la masa y el volumen, Rosso desmaterializa sus piezas y se ocupa de ellas partiendo de la impresión que el recuerdo de lo contemplado le ha producido.
En este afán por captar la emoción, trabaja en grupos temáticos y elabora obras que parecen iguales entre sí, sin serlo: ha cambiado el espacio en el que se ubican, la luz que incide sobre ellas, el punto de vista, la cantidad de materia de la que surgen. En esos grupos, que retoma una y otra vez a lo largo de los años, dándoles un nuevo sentido, el escultor incorpora una huella pictórica, y en muchas de sus piezas ahonda en su carácter bidimensional, sin modelado en la parte trasera, lo que determina el punto de vista y la altura desde donde se ha de contemplar la pieza, así como la búsqueda de su integración en el espacio. De este modo se aleja del método de representación tradicional y propone un nuevo modo de contemplación totalmente subjetivo y basado en la emoción.
En la obra de Rosso, escultura, fotografía y pintura se unen en un mismo proceso creativo de forma transversal, sin que ninguna de las disciplinas sea más importante que el resto, un modo de trabajar que, como ya hemos señalado, será característico de muchos de los artistas que estaban por venir.
En su contemporaneidad, Rosso creó piezas casi abstractas, profundamente novedosas, que mostraban en su fragilidad la del mundo en el que vivía —en el que vivimos—, convirtiéndose así en uno de los pioneros de la escultura moderna. La exposición que hoy presentamos incluye cerca de trescientas obras, entre esculturas, fotografías y dibujos.
El recorrido no sigue una secuencia cronológica, sino que se centra en los grupos escultóricos más emblemáticos que el artista realizó a lo largo de su trayectoria y hace hincapié en la idea que el propio Rosso tenía de su obra; esto es, que se trataba de una práctica en la que debía retomar una y otra vez el trabajo sobre las mismas piezas, otorgándoles un sentido distinto en cada ocasión.
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